La oscuridad de los sueños rotos
Augusto
Un alivio el que su esposa dedique un fin de semana para sí. No le enfadó el que ella le comentase su viaje en una impersonal hoja de papel arrancada con prisas de una libreta y que pegó en el frigorífico la mañana antes de irse. No se preocupa por ella, sabe cuidarse sola.
Domingo al mediodía. La voz de Mariela suena tranquila a través del celular. Le pide se encuentren en el Hospital Central. ¿Hospital Central? ¿Le ha ocurrido algo a Nadie, acaso? No le dan más información. Se encamina rumbo del conocido hospital, rogando porque Nadine esté bien.
En recepción están Mariela y María Inés, las mejores amigas de Nadine. Intercambian saludos, pero no le dicen lo que él necesita saber. Después de un largo rato, una enfermera les pide que pasen al despacho del doctor que atendió a la paciente. Recibe la noticia de la muerte de su esposa.
* * * * *
Sus ojos denotan tristeza y dolor. Una vez solo en casa, dirige los pasos a la recamara. Un turbulento mar de emociones hace presa de él. El orden de la habitación le indica que su tiempo se ha detenido, la muerte inesperada de Nadine lo ha trastocado todo. El cansancio está manifestándose en su cuerpo y un baño caliente se le antoja la mejor de las soluciones.
¡Cómo cambian las cosas! El mismo hogar, visto en dos situaciones diferentes. Hoy ese hogar es comparado con los últimos días de octubre, donde el color ocre comienza a manifestarse en los árboles, el sol de mediodía parece más bajo en el cielo y el descenso gradual de temperatura provoca que se aspire la nostalgia del invierno, y con él un tufillo a fría y oscura soledad.
Semanas atrás el paisaje hogareño fue una mezcla de motivos vivos: las horas en silenciosa compañía, los paseos, comidas para comentar los planes de trabajo de cada uno. Ahora todo aquello quedó atrás. Solo es un doloroso espejismo.
* * * * *
Augusto y
Edith, días después del funeral de Nadine
Realmente la sorpresa lo deja mudo. En vista de que no es invitada a pasar, Edith pasa a un lado a Augusto y entra en la casa. El hombre mira con discreción hacia la calle para ver si alguno de sus vecinos lo ha visto, la calle está desierta, aunque sabe que hay ojos detrás de las cortinas. Deja la puerta abierta, para evitar malas interpretaciones.
-¿Qué es
lo que quieres? –La frialdad de sus palabras provocan que la temperatura en la
estancia vaya descendiendo- Dímelo y vete.
Edith,
que no está acostumbrada a obedecer, callada, camina por la habitación,
toquetea aquí y allá ante la mirada furiosa de Augusto.
-Es la
última vez que te lo digo: ¿qué quieres?
Con una
sonrisa se acerca a él, le echa los brazos al cuello como novia enamorada.
-Darte
mis condolencias por la muerte de tu esposa. ¿Qué más? –la irritación va
creciendo en Augusto, nota la burla detrás de las palabras de la mujer- Me dije
“Edith, Augusto está pasando por un doloroso momento, lo más adecuado es que
vayas a ofrecerle consuelo”, y eso hago, por eso estoy aquí.
Se
separa, se desabotona el ligero cárdigan que lleva puesto para luego deshacerse
de él, quedándose solo con la bufanda de seda en el cuello y en ropa interior.
Augusto adivina las intenciones de su visitante y se apresura para cerrar la
puerta.
-No
vengas a esta casa a faltarnos al respeto, y no me obligues a sacarte por la
fuerza, con ropa o sin ella…
Por toda
respuesta, Edith lo besa apasionadamente, al principio el hombre se resiste,
pero luego cede. Segundos después se aparta de la mujer, con brusquedad le
quita la bufanda y la sostiene frente a sus ojos, con una sonrisa extraña. La
confusión da paso a algo parecido al miedo, Augusto lo nota en sus ojos. Le
divierte. Sabe que ahora él tiene el control de la situación.
-Dijiste
que vienes a consolarme, -dice con la voz más suave que puede- así que yo te
indicaré como lo harás. –Se coloca a sus espaldas y le cubre los ojos con la
bufanda, acomodándola de manera que ésta no permita la visión, aprieta fuerte,
lo que provoca quejas por parte de la mujer.– ¡Shhh! Quieta, es parte del
juego. –La toma por las manos- Levántate, déjate conducir por mí.
Edith
camina lento, con miedo de tropezar con algo y caer, pero contrario a su temor,
escucha el abrir de una puerta, a sus espaldas, Augusto la lleva sujeta por los
hombros. El aire huele a encierro, pero una nota de aroma a desinfectante de
pino se hace presente.
-Siéntate,
-le ordena- Muy bien. –Expresa, como un maestro dando su aprobación a los
alumnos- Ahora tiéndete sobre la cama.
Edith
obedece, se quita el calzado y se tira en la cama. A sus fosas nasales llega el
olor del suavizante, le tranquiliza el saber que está sobre ropa limpia. Que
los humores de Nadine ya han salido de esa casa. En la que muy pronto ella
habitará.
-Espera
un momento.
Lo oye
alejarse, extiende los brazos midiendo el espacio de que dispone, se sorprende
al notar que es reducido.
-No puede
ser, es una cama individual…acaso, ¡¿dormían en camas separadas?!
Los
pensamientos son interrumpidos por la presencia de Augusto, quien se mantiene
en silencio. Un sonido que no reconoce corta el silencio al tiempo que algo
metálico se desliza en su piel, helado, entre el canalillo de sus tetas. Al
principio el miedo la paraliza. El artefacto ha prensado la tela de su prenda.
¡Unas tijeras, claro! Por el ritmo, deduce que su amante le está cortando el
sujetador, cosa que la divierte al tiempo que la excita. No tarda en sentir el
metal a ambos lados de sus caderas: le ha cortado también las bragas, inicia un
cosquilleo en su vientre al sentir que Augusto las arranca de su cuerpo,
quedando su intimidad al descubierto.
Un aroma
de naranja flota en el aire al tiempo que siente un líquido espeso caer sobre
ella. Las manos de Augusto recorren su estómago, primero con movimientos
lentos; después aparta el encaje de la prenda para continuar el recorrido por
el torso y los hombros. Mueve el cuerpo con ritmo al sentir placer al masajearle
los senos y apretar los diminutos pezones. La respiración de Edith se acelera, mueve
los labios, como hablando en tono bajo. Las masculinas manos ahora pasean por
sus caderas para terminar el recorrido por su vientre. Augusto se detiene un
rato, masajeando la vulva afeitada perfectamente, semejando a la de una niña. Los
dedos de Augusto penetran la abertura vaginal, las sensaciones placenteras
sacuden el cuerpo de Edith con frenesí, Augusto posa la mano libre en el femenino
cuello y aprieta, la mujer abre los ojos y dirige a su compañero una mirada
interrogante, el aire llega con dificultad a sus pulmones, por un momento cree
que morirá allí. Intenta retirar la mano del hombre de su cuello, pero solo
logra que éste haga más presión. Definitivo: ha llegado su hora. Lo sabe al ver
la expresión en el rostro de Augusto: está gozando al ver su miedo y
desesperación. Los dedos del hombre continúan dentro de ella, pero ahora
sacuden con violencia. Le aprieta la vulva hasta hacerle daño. Sus movimientos
ahora no son de placer, sino para mantenerse con vida.
Augusto nota que la mujer ha dejado de luchar, se retira un poco sin apartar su vista de ella. Espera que no se le haya “pasado la mano” con esa lección. El tiempo que ella tarda en volver en sí le parece una eternidad. Al fin la mosca muerta se endereza y comienza a toser. Lo mira con furia.
-Intentaste
matarme, desgraciado. ¿Por qué?
El hombre
estudia su respuesta durante algunos momentos.
-No
calculé la fuerza de la presión, discúlpame.
-Que
fuerza ni que nada, querías matarme, acéptalo. –la mirada de él viaja por el
cuerpo desnudo de Edith, esta repara en el desprecio que hay en ella.- Pero
esto no se queda así, te acordarás de mí, ya verás.
-Por
supuesto que me acordaré de ti, cómo olvidarte, si eres un demonio que destruye
la vida de quienes te rodean.
-Que te
jodan…
-Yo solo
te regalé lo que viniste a buscar: un momento de placer, reconozco que fui
algo…rudo –se ríe sarcásticamente, lo que enfurece más a Edith.- Juego sexual
que se salió de control. Eso fue lo que pasó. No hubo maldad ni premeditación
en ello.
Le arroja
a los pies el cárdigan. Ella entiende, recuerda que su ropa interior está
desgarrada, por lo que solo se cubre con el delgado suéter. Mientras se viste,
repara en la pobreza de la habitación.
-Que
habitación tan cutre, no va con la imagen de hombre de negocios que eres…
Augusto
mira alrededor.
-Esta no
es mi habitación, es el cuarto de la chacha…
El rostro
de Edith comienza a ponerse color granate. Voltea al tocador que hay al lado de
la cama y mira una botella plástica conteniendo un aceite de tono naranja, la
etiqueta indica que es aceite lustrador de muebles. Fue lo que utilizó para regalarle
el sexy masaje…La humillación al máximo. Augusto le da el lugar de una
sirvienta.
Augusto
desea que la mujer salga ya de su casa para troncharse de risa. Pasa delante de
él pero la detiene.
-La
salida es por acá. –La toma del brazo y la lleva a través del patio hasta un
pasillo resguardado por una sencilla puerta de metal, nada parecida a la
principal, por donde entró.
-¿A dónde
me llevas? –Silencio como contestación a su pregunta, Augusto abre la puerta y
la empuja.
-No
temas, estás en la calle trasera, saliste por la puerta de servicio. Tú
entiendes, es para que la gente no hable mal de ti. Cuida tu reputación.
Acto seguido,
y sin darle tiempo a responder, cierra la puerta y ella escucha como gira la llave en la cerradura.
Respira hondo. Da unos cuantos pasos y se detiene, de espaldas a la pared va
resbalando poco a poco hasta llegar al suelo. Se abraza las rodillas y llora de
humillación y rabia.
* *
* * *
Semanas después
No cree en las coincidencias. Pero tampoco es que haya encaminado a la mujer precisamente a ese hospital, precisamente a donde es su centro de labores. La observa y le hierve la sangre, han pasado catorce años y aún tiene tatuado en su memoria el recuerdo de la noche en que le arrebató a Darío, por eso no hay forma de olvidar ese maldito rostro que solo demuestra petulancia y desprecio a los demás. La enfermera la llama por su nombre, situación que le confirma la identidad de la mujer. Petulante se levanta y sigue las indicaciones de la enfermera, ésta le toma la presión, le hace algunas preguntas y toma nota de las respuestas.
La
curiosidad que siente es muy intensa, ese día acaba de iniciar su periodo
vacacional, por lo que solo va a recoger algunas cosas que dejó en su consulta,
pero no puede irse sin saber el motivo de la visita de Petulante.
-Esto no
lo esperaba, en verdad. Pero… es un grato añadido más que favorece a mis
planes. –La mujer está en la sala de espera, sentada de frente al consultorio,
por lo que busca un asiento desocupado en la hilera lateral; finge leer algo,
de cuando en cuando la mira procurando no llamar su atención, pero ella parece
distante. Cree advertir en la mirada de Petulante algo que no había visto antes
en ella, no reconoce qué. La enfermera la llama de nuevo y Petulante se levanta
y avanza con lentitud, como alguien que va al encuentro inevitable de algo
desconocido. Entonces lo identifica: miedo.
¿Puede una asesina a sangre fría sentir miedo?
Continuará…
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