La oscuridad de los sueños rotos
El huerto de Lucía
Tiempo atrás…
¡¡¡Aún existe!!! El subconsciente grita esas palabras y es como volver a vivir el pasado. Dar con la ubicación de aquella casona antigua y abandonada fue un regalo de los dioses; esos que solo existen en las tragedias griegas que eran de lectura obligatoria en la clase de literatura. Por fortuna nadie reclamó nunca sus derechos sobre ella. Las personas no son tontas, reclamar derechos significa regalarle al estado cantidades de dinero en impuestos, restauración y limpieza de la finca y sus alrededores. El propietario: su padrino, el hombre quien en vida llevó el nombre de Rubén Cáceres. Cierta tarde, en la monotonía de su casa, inventarió sus recuerdos y notó que hacía años que no tenía noticias de sus padrinos de bautizo. Por lo que se propuso buscarlos, le vendría bien su compañía y sus consejos, como en su remota niñez. Recordaba que los señores Cáceres pasaban la mayor parte del año en su hacienda, no tenía apuntada la dirección, pero no era necesario: de tantas idas y venidas, su memoria tenía grabado el recorrido como un GPS. El paso del tiempo transformó el paisaje habitual de las carreteras. No fue tan sencillo como en su infancia encontrar el refugio familiar. Una gran construcción colonial de dos pisos, con la típica fachada sencilla de piedra del color de la tierra, rodeada de grandes jardines. Sonríe. Le sorprende ver que una construcción de aquel calibre no se derrumba con facilidad. La torre de la entrada tiene un cartel, en el cual, aún carcomido por los efectos del fuerte sol, del agua y de la humedad que dominan en el ambiente, puede leerse la palabra “Bienvenido”. Reacciona. Por el estado de deterioro de la casa, sobra decir que los padrinos ya no viven ahí. No se le ocurrió en su momento pensar en esa posibilidad. Va adentrándose despacio, escucha el crujir de la grava bajo los neumáticos del auto. ¡Qué ruido tan relajante, es como música para los oídos dentro de aquel silencio y soledad! La nostalgia llena su pecho al grado de sentir que le falta la respiración, a pesar de llevar encendido el clima. La hierba invade el camino que lleva a la hacienda, pero en ningún momento es impedimento para avanzar. Transita por un buen rato, antes de localizar el único resto que sobrevive de aquella casona: la pared del fondo, donde estaba la cocina. Estaciona el auto, con cuidado se apea de él, pues el terreno quizá no sea tan firme como parece y desea evitar una torcedura de tobillo; se deja llevar por sus pasos. El aire caliente le quema la piel y finas gotas de sudor empiezan a perlar su frente, en tanto que la tela de la ropa se le adhiere al cuerpo. Infancia. ¡Qué dulces recuerdos encerraron esas paredes hoy derrumbadas! Disfruta un rato en soledad, sin importar que el calor de principios de julio cause efecto en su cuerpo. Remueve con la punta del zapato la tierra que cubre los mosaicos desgastados que antaño dieron vida y color al piso. Decide emprender la retirada, no sin antes dar una vuelta por donde estaban los establos, precisamente detrás de esa pared. Se encuentra a campo abierto, no hay arboles u obstáculos que impidan la visión de aquellas familiares ruinas. No hay motivo para sentir miedo y detenerse. Una voz interior le animó a seguir. Y entonces la ve. La naturaleza no ha permitido que la hierba la ahogue: las paredes lucen desconchadas, la pintura ha perdido su tonalidad, ahora se ve entre gris y celeste deslavado; altos arboles desnudos parecen abrazarla con sus fuertes ramas; dando la impresión de querer sostenerla para que el viento no la tire, en el hueco de la entrada alberga naturaleza muerta: flores, hojas secas, además de otro tipo de basura. Oye como las hojas secas crujen bajo sus zapatos. Sube los tres escalones que llevan a la puerta principal y se detiene bajo el arco del techo. ¡Cuántas veces pegó su cara al cristal de la puerta y ahuecó las manos para vislumbrar el interior sin conseguirlo! Gira la chapa, empuja hacia dentro y nota la solidez de la madera, los cristales intactos, solo revestidos del polvo de años. Y sobre el dintel la placa metálica, que en su momento fue dorada, con letras de un desteñido color vino: El huerto de Lucía.
Una varahada de aire caliente y de olor rancio le da la bienvenida, por un momento olvida que ya han pasado los años y espera encontrar el recinto decorado con los detalles y muebles que tanto le gustaron. No, ya solo queda el deterioro y los recuerdos. Observa alrededor, la estructura está igual que como la recuerda: el corto pasillo se encuentra en las mismas condiciones que la fachada exterior. Al lado izquierdo hay una puerta, el cuarto donde Lucía, la hija de don Rubén, recibía a sus invitadas a conversar, mejor dicho, a contarse las intimidades personales y sacar los trapitos sucios de sus compañeros de clase, y de cuanta persona les pasara por el frente. Tuvo el “privilegio” de escuchar varias veces, tras puerta cerrada, por supuesto, “pláticas de mayores” entre aquellas estiradas damitas. El premio mayor para las invitadas: tomar café con tarta de frutas o pastel de queso con chocolate. Si el tiempo alcanzaba para el chismorreo, alcanzaba también para la cena. ¡Oh, sí! Sus padrinos fueron espléndidos en ese aspecto: toda visita no se marchaba con la barriga vacía. La habitación en sus momentos de oro fue de un color amarillo débil, para entonar con el dorado de los marcos de las fotografías y con un candil que milagrosamente se sostenía clavado en el techo. Una mirada hacia arriba y se mueve con rapidez, no vaya a ser que al candil se le ocurra caérsele encima. Solo precaución. Las cortinas, en color mostaza, se hallaban corridas, dando entrada a la alegría matinal, obsequiando vida en ese lugar en el que solo habitan el polvo, los escombros, la basura y fauna doméstica. La parte inferior de persiana horizontal estaba atorada, dando el aspecto de un abanico de mano abierto apuntando al piso. Una rarísima señal de descuido de Lucía, para quien todo debía estar en perfectas condiciones. Esa “huerta”, que fue nombrada así porque esa palabra le gustaba a su dueña, no porque de huerta no tenía un centímetro, fue un regalo de don Rubén a su consentida hija, que ya desde los diez años quería sentirse señorita grande e independiente. El señor tenía los medios económicos y se la entregó en un cumpleaños. Revisó el marco de madera de la ventana, contenía entero el vidrio y estaba bien colocado, si acaso un poco sucio por la tierra que se le adhería con la humedad. No le pasan desapercibidas las telarañas que cuelgan del techo. Una mesa de madera justo en la ventana; imagina a Lucía sentada ahí, cumpliendo con sus deberes escolares al tiempo que vigila a quienes vienen y van por la hacienda. Ahora esa mesa está vacía. Pasa la yema de los dedos por la superficie, ¡uff! El polvo se ha pegado fuerte a la madera.
Otra mesa, pegada a la pared izquierda. Sobre ésta quedaron olvidadas unas acuarelas, estopas, pinceles… a su lado unos caballetes descansan olvidados, en paciencia de una espera infinita a que alguien trace líneas o imágenes sobre ellos. No recuerda haber visto alguna vez a Lucía dibujar en un cuaderno, menos estar cerca de un caballete, pero en fin… si los instrumentos de un pintor están ahí es por alguna razón. En una esquina, amontonadas una sobre otra se dejan ver algunas sillas. A pesar que es la hora en que la luz solar es más intensa, la luz que penetra por la ventana no es suficiente, la habitación está en penumbras, lo que le confiere un aspecto fantasmal. Continúa su recorrido, despacio. Disfrutando de la vista que ofrece la destrucción. La puerta que marca el final del pasillo está abierta, como si lo estuviera esperando. A la izquierda una escalinata de madera con escalones amplios lleva a un segundo nivel. La madera cruje al poner el pie y el pasamanos deja sentir un ligero movimiento, por lo que desiste de su intención de subir, total, el estado de abandono es el mismo en todas las habitaciones. Desecha la idea de que alguien esté haciéndole compañía. En el hueco de la escalera descansa un viejo sillón, lleno de polvo y que cobija algunas especies de bichos rastreros. Al fondo una puerta conduce al patio trasero, la fuerza de los golpes de las gruesas ramas de los árboles contra el cristal lo han roto, hay una buena parte al descubierto. A la derecha una habitación tiene la puerta abierta; los cubos de plástico con cosas en su interior y escobas y trapeadores viejos le recuerdan que fue utilizada como bodega para productos de limpieza y lo más seguro que también como cuarto para la mucama. Había una carretilla de transporte oxidada por fuera, para algo me servirá, piensa. Toma los mangos y empuja, sin lograr el efecto deseado. Revisa las llantas y parecen estar en buen estado. Por lo que intenta moverla varias veces más, hasta que al fin las llantas ceden al empuje. El piso está cubierto de papeles, que en su momento fueron documentos de importancia. Ahora lucen amarillentos a causa de la tierra, de la humedad y de la acción de bichos rastreros. Cajas con artículos que a último minuto decidieron dejar, ya fuera por la prisa o por desprenderse de recuerdos. Tablas de madera y una lona permanecían acomodadas en una esquina. La única ventana era un rectángulo de 3 metros de largo por dos de alto y estaba en pésimas condiciones: el marco de madera estaba quebrado, y astillas de vidrio sobresalían de él. El resto del vidrio yacía en el suelo, la mayoría en partes enteras, otras en diminutos fragmentos. El calor era sofocante a pesar del poco aire que lograba colarse en la habitación. Sonríe: ha encontrado el sitio perfecto para cumplir con su objetivo.
-Bueno, pues, manos a la obra. Después de sacar estos cachivaches
de aquí y quitar un poco de suciedad, esto quedará convertido en la habitación
de invitados. –Arrastra la última palabra con sarcasmo.
Lanzó un improperio por lo bajo al notar que la escoba estaba
deshaciéndose, la cambió por otra pero la situación fue la misma, por lo que
solo arrastró la basura fuera de la habitación utilizando una de las tablas. Dejar
el piso libre de papeles y sacar el resto de cosas olvidadas, a las que les
encontró acomodo bajo el hueco de la escalera, le entretuvo un buen rato. Acto
seguido, se tomó un breve respiro. Cuando terminó y dejo la habitación sola, el
sudor le corría por el rostro y goteaba por su nariz y barbilla.
-Por hoy es suficiente. –Pronto la tarde empezará a desvanecerse
dando paso a la oscuridad de la noche. No olvida que está lejos de la ciudad, en
un paraje abandonado, en una construcción deshabitada y no va a exponerse a una
desagradable sorpresa. Mira el resultado de su obra, y le habla a la nada.- Ya
sé que estás aquí, esperándome. Volveré pronto.
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