La oscuridad de los sueños rotos
El viento de
los recuerdos
(Catorce
años después)
Mañana de jueves. Su día predilecto de la semana. Quizá esa predilección se deba a que descansa de su trabajo en el hospital. O a que disfruta de la compañía de uno de sus seres más queridos. Soledad = Silencio = Respirar con libertad = Escapar de la atmósfera asfixiante de su casa. Se casó haciendo caso a la presión social y de su familia, las cosas comenzaron “bien”, pero se torcieron el camino, por lo que decide separarse y divorciarse, bajo esa premisa nadie cuestiona nada. Esa decisión es lo mejor para la persona y punto. Se dice que el tiempo cura todas las heridas, pero ya ha pasado más que suficiente y su herida continua abierta, desangrándose a cada minuto del día. Semejante a una losa de concreto que carga sobre la espalda, un peso enorme de recriminaciones, enfado y deseo de venganza que se agranda al transcurrir cada minuto. Sabe que Mara, su madre viuda, acaba de salir a hacer la compra y regresará al filo del mediodía, como toda mujer que ya no tiene responsabilidad de atender marido, pues éste ya partió a mejor vida, tampoco tiene hijos que atender, ya que sus retoños han formado sus propias familias y los otros gozan de vivir independientes, le da por andar de una tienda a otra, cazando ofertas y comprándose un gustito por aquí, otro gustito por allá; por lo que dispone de al menos unas horas a solas en casa de sus padres, antes de que llegue la hora de la comida semanal que forma parte de un ritual desde que Mara quedara viuda. Tiene la casa completa para hundirse en sus recuerdos. Pero es el comedor, antes ocupado por ocho personas y que ahora rezuma tristeza y descuido, el lugar donde deja volar con libertad sus recuerdos. La amplia vitrina de madera de roble, en su parte superior muestra orgullosa una galería de diferentes vasos, copas, y platos usados solo en “ocasiones especiales”. Observa con una sonrisa los trastos que parecen gritarle, “mira…te acuerdas de…”. Se permite la licencia de perderse algunos segundos en aquellas felices memorias de la infancia: cenas familiares en navidad, año nuevo, los cumpleaños, finales del ciclo escolar, la graduación de cada uno de sus hermanos. El sonar del teléfono rompe el encanto del momento. No contesta, no va a casa de Mara a emplearse como recepcionista. Después de todo, si quien llama desea dejar un mensaje, éste quedará grabado en el buzón de voz. Una tarea menos que llevar a cabo y una más que agradecer a la tecnología. Toma asiento algunos minutos, la mirada fija en la parte inferior de la vitrina. La cita semanal con el pasado. Con el dolor. Con los recuerdos. Ahí está su corazón, roto, escondido de todos, ocultando su frustración y su desesperanza; el tiempo se quedó detenido en ese pequeño espacio de madera y oscuridad. Con paso cansado se dirige al pesado y viejo mueble, se detiene unos minutos antes de abrir el compartimento inferior de la vitrina y extraer una pequeña maleta de viaje; color gris oscuro. La sostiene unos segundos en su mano. ¡Cuántas veces le ha insistido Mara en que se la lleve! Pero no tiene el valor. No aún. El teléfono insiste en seguir su melodía estridente de timbrazos, rompiendo la atmosfera de silencio y tranquilidad que reinan en la habitación, más su mundo perdido en el tiempo capta toda su atención, y el ruido se le antoja lejano, inaudible. Coloca la maleta sobre la mesa, la observa pensando si abrirla o conformarse con el último recuerdo. Su corazón late con desenfreno solo con verla y una sensación ardiente se instala en su estómago. Siente la presencia amada. Pasa la palma de su mano sobre la maleta, como prodigándole una caricia. Con parsimonia quita los broches. Un delicado y embriagador aroma inunda sus fosas nasales. ¿Cómo se llama ese perfume? ¿CK, acaso? ¿Armani? Memoria fatal. Sí, creo que es CK. Su vista se posa en la bufanda color blanco, aquella que le sentaba tan bien a Darío. Se la lleva a la nariz y percibe el olor de su amado, después, imaginando que su mano le acaricia el rostro, la frota con suavidad en su mejilla.
-Siempre
estoy contigo, lo sabes, ¿no?
-Sí, pero
no me conformo con que sea solo en esencia, te quiero conmigo, con tu cuerpo
físico…
Lo ve
sonreír, y el dolor se hace más agudo e insoportable.
-Ya no es
posible, solo nos queda esperar el momento que estemos reunidos de nuevo.
Quiso
gritarle que fue su cobardía lo que ocasionó esa situación, el esperar el
momento adecuado que nunca llegó. Quiso arrojar de su interior toda la
impotencia y rabia acumuladas durante tanto tiempo y que se habían transformado
en voces que a veces era imposible callar, pero antes que pudiera hacerlo, como
si adivinara sus intenciones, la esencia se va.
-Tengo que
irme, me gusta que aun pienses en mí.
La
alucinación pasó. Devuelve la prenda a su lugar. En una de las paredes de la
maleta halla una fotografía: dos adolescentes sonrientes, vestidos con toga y
birrete, finalizando su bachillerato. Las viejas credenciales de estudiante. Se
deja arrastrar por el viento de los recuerdos.
Nueva colonia
Dolió dejar a los amigos de su anterior escuela. Sus vecinos, su tranquila colonia donde vivió los primeros años de su infancia. La antigua casa, de un nivel, una reja de metal ofrecía protección a sus habitantes, un espacio de tierra donde crecían algunas plantas que con tanto amor cuidaba Mara, era su precioso jardín. Por dentro el color celeste oscuro cubría las paredes. Algunos de sus compañeros tenían casas más monas, decoradas con cuadros y estatuillas de diferentes tamaños y motivos, pero la suya era lo máximo…porque era la suya. La vista era frente a una plaza, que compartía créditos con la iglesia de la colonia, a donde mamá todas las tardes los llevaba a rezar algo al Creador y después les permitía jugar un rato con los hijos de las otras vecinas, mientras ellas conversaban entre sí. Siempre había gente por las calles, en cambio ahora, en su nuevo domicilio, las calles lucían desiertas, a toda hora la gente estaba encerrada en casa. Las lámparas se encendían solo por la noche, única señal que la casa estaba habitada.
Le costaba
adaptarse a la nueva casa, a pesar de que está ubicada en una colonia de “gente
bien”, por decirlo de alguna manera; y es más grande y llamativa que la
anterior: posee dos niveles, los interiores son de tonos claros, cada uno de
los hijos posee ahora un dormitorio individual. Pero los vecinos eran recelosos
de los recién llegados. La plaza y la iglesia ya no eran la distracción por las
tardes. Y sobre todo en la escuela, sus nuevos compañeros no eran del todo
amables.
Solo uno fue
la excepción a la regla: Darío Osuna. Ese niño regordete, con cabello rebelde
que le costaría mucho esfuerzo y cantidad de gel mantenerlo aplacado en su
sitio, su uniforme siempre lucía muy limpio y planchado, zapatos brillantes;
cuidaba al máximo sus útiles escolares y llevaba el promedio más alto de la
clase, deduce que por esa razón el resto del grupo no le gastaba bromas de mal
gusto ni le imponían motes, quedaban bien con él ya que era el preferido del
maestro.
Sus primeros
días de clase no fueron del todo desagradables, si bien uno que otro
compañerito le hizo pasar las de Caín en algún momento, gracias a eso tuvo el
“privilegio” de quedar bajo el “cuidado” del consentido; cosa que pasaron por
alto la mayoría, más no así una muchachita presumida y caprichosa, que
reclamaba la total atención de Darío, actitud que el asediado niño desdeñaba
con delicadeza, aunque de manera pública. Algunas veces sorprendió a la
Muchachita Presumida lanzándole miradas llenas de coraje y murmurando solo ella
sabía qué con su bonita y pequeña boca.
Los mira
jugar a lo lejos, divertirse. No la contemplan dentro de sus juegos, ella es la
rechazada, a quien hacen a un lado, a pesar de que los tres son compañeros de
clase, y además, vecinos. Con la diferencia de que Darío y ella lo han sido
desde que estaban en el vientre materno, en cambio, hace poco que una nueva
familia llegó a la colonia. Una familia de lo más pomposo: papá es director de
una institución financiera, mamá es una simple ama de casa, y muy guapa, por
cierto. Cuatro hijos, la hija mayor estudia en la facultad de medicina. ¡Ops!
Toda una joya. Los demás cursan diversos grados escolares. No soporta a esa
familia, pero, ¿que se le va a hacer? aprender a compartir colonia, salón de
clase y lo más importante: compartir a SU Darío.
* * * * *
La comida con Mara transcurrió entre pláticas intrascendentes, que si los hijos del vecino, que si la mujer de su compadre, que los precios están sobre sus posibilidades…asuntos de lo más doméstico. Finaliza la comida y se dirige a la segunda cita más importante: visitar a Darío. Camina con paso rápido hacia su lápida, que se encuentra casi al fondo del enorme cementerio. Al llegar se santigua, reza una oración por el descanso de su amado, para acto seguido dedicarse a quitar las flores marchitas y basura que pueda acumularse. Cada semana un ramo de flores frescas adorna aquel descanso. Y sabe que son suyas, los padres y demás familiares de Darío radican en otro país. La “amada maldita” solo fue más que buena para quitarle la vida, más no así para visitar su tumba y darle muestras de un amor del que tanto hizo alarde.
Se sienta
sobre la fría losa, mientras un dialogo interior se desarrolla en su mente y va
tomando forma. No puede evitar que la satisfacción que inunda su ser en ese
momento, dibuje una sonrisa maliciosa en sus labios.
* * * * *
Edith
Ciénega de
recuerdos
Éramos vecinos. Cuando madre y yo llegamos a la colonia, Augusto Solaz ya tenía algunos años residiendo en el vecindario. Vivía solo, trabajaba, recibía pocas visitas, era atento y servicial con todo el mundo, el tipo de persona que a todos nos gusta tener por vecino. Miento, me sentí atraída por él desde que lo conocí. Piel blanca contrastando con su cabello y ojos oscuros, grandes, de boca mediana. Lo que no me gustaba era su nariz: aguileña. Desentonaba en ese apuesto rostro. Vestía de traje ejecutivo, limpio, planchado. Imaginé que enviaría su ropa a la lavandería y planchaduría, pues obviamente un hombre no hace esos quehaceres propios de las féminas. Así como muchas veces me pregunté si cocinaba. Algunas veces mientras miraba transcurrir las horas por la ventana, lo observé descender de un taxi con las bolsas de la compra. Varias veces estuve a punto de decirle que lo acompañaba a surtir su despensa, pero ¿cómo me sentiría si me rechazaba? Preferí esperar, mi momento llegaría. Tampoco madre, aun y con todo ese afecto que derrochaba en él, se decidía a prestarle su ayuda en cuestión de lavado de ropa o dedicar unas horas para abastecer su cocina. En fin… que el hombre llevaba su vida lo mejor que podía. Y yo lo admiraba por eso, y por sus encantos masculinos. Afeitada perfecta; bañado en perfume. Marcando la “s” al hablar. A madre le gustaba conversar con él, ya que decía “es una de las pocas personas que saben escuchar y dar una opinión neutral”; por lo que continuamente era invitado a comer o cenar en casa. Circunstancia que aproveché para tratar que se fijara en mí, ya empezaba a entrar yo a cierta edad en que todo el mundo me señalaba con el dedo acusándome del crimen de permanecer soltera.
Mi sueño
hecho realidad, me costaba creerlo. En una sociedad donde los valores ya no
existen, no es fácil encontrar a un hombre tan atento e inteligente como
Augusto, y tenía que lograr que se quedara a mi lado, por lo que fui tejiendo
mi telaraña para que cayera. Pero no contaba con la existencia de ella. Había
una mujer, una tal Nadine, que no dejaba de acosarlo, se aparecía de repente
donde nos habíamos citado, criticaba los detalles que Augusto tenía para conmigo. Decía no era bien visto
que nos vieran juntos, la gente era muy dada a los chismes, como si a mí me
importara la opinión ajena. No me gustaba la mirada de esa Nadine, era dura,
furiosa, como recriminándome que la escogida fuera yo y no ella. La muy mañosa
con cualquier pretexto lograba que Augusto me llevara a casa y luego se
marchaba con él. Augusto decía que comprendiera, que esa mujer estaba enamorada
de él y no hallaba como quitársela de encima. Fueron compañeros durante la
universidad y trabajaban en la misma empresa. Como dicen por ahí, su “esposa de
oficina”, pero yo no estaba de acuerdo con eso. Yo debía ser la esposa real, la
única.
Sin razón aparente, las visitas de Augusto a mi
casa se fueron espaciando. Ahora la prisa era su compañera inseparable. Las
invitaciones de madre a comer o cenar eran… despreciadas, con elegancia, pero
despreciadas al fin.
Cansada de las evasivas de Augusto, una noche,
aprovechando que madre no estaba, lo llamé, lo invité a cenar y contestó que
estaba muy cansado, que iba a dormir, pero al día siguiente aceptaría la cena.
En ese momento quedé conforme, cené y me recosté a leer en la sala. Rato
después escuché que un auto se estacionaba frente a casa, justo en casa de
Augusto. A pesar de lo oscuro de la noche, identifiqué a la tal Nadine apearse
del taxi. No iba sola, la acompañaban una pareja de viejos, por la calidez con
que se trataban deduje que debían ser sus padres. Iban bien vestidos y con un
pastel en las manos. Me enfurecí. Despreció mi compañía por la de esa mujer y
sus familiares. Arrojé el libro sobre el sofá y decidida me encaminé hacia la
puerta. Apenas di unos pasos por el jardín, vi que Augusto la saludó con un
beso en los labios que se prolongó unos segundos. La ira ya estaba
encendida en mí y ese cuadro fue el combustible que alimentó más el fuego. A la vieja la besó en la mejilla, al viejo le obsequió un abrazo y
un apretón de manos. Nunca me gustó Nadine, así como yo nunca le gusté a ella. No
teníamos por qué gustarnos una a la otra, ambas teníamos el mismo interés:
Augusto. Quien jugara sus mejores cartas se lo llevaría como premio. Intuí que
esa blanca piel de oveja envolvía un león. Volví a casa, el aire helado hería
mi piel, el cielo estaba nublado pero no dejaba caer su cristalino llanto. Una
pesada tristeza encarnó en mí, robándome la paz. Por experiencia, yo conocía el
significado de esa visita. Un episodio doloroso de mi vida se removió furioso
en la ciénega de recuerdos que arrojé en algún lugar muy olvidado de la memoria.
Y alguien iba a pagar por eso.
Continuará…
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