La oscuridad de los sueños rotos

 










Entierro de Darío

Tétrico, así describió ella el día del funeral. El color gris plomizo que colorea el cielo es el anuncio de una tormenta. Solo pido que la naturaleza descargue su furor ya terminado el entierro, piensa egoístamente. Una neblina envuelve el ambiente agregando más tensión a la ya existente. 

Es jovencísima para vestir de negro riguroso, por lo que un vestido de ligero tul negro combinado con un blazer blanco le otorga una imagen de luto “juvenil”. Zapatos de bajo tacón. Ligera capa de maquillaje, unos diminutos zarcillos brillaban en la parte inferior de las orejas. Del cuello pende una medalla con la imagen de alguna virgen y las muñecas van adornadas con simples pulseras de tela. Los rizos de su negra melena se mueven con toda libertad, detenidos en la coronilla por una diadema en color blanco. Un bolso pequeño en color negro, otorga el toque final a su atuendo. La mañana es fría y una fina capa de lluvia envuelve la ciudad. Edith siente el frío traspasar la delgada tela de su ropa. La vanidad se impuso a la razón, y aunque el clima se muestre inclemente, ella lucirá espectacular. Los pies los siente mojados. Ambiente muy ad hoc para la ocasión y para su estado anímico, su mundo está del revés, en cuestión de minutos dio un giro de 360 grados. Pero es fuerte, sabrá que hacer para llevar su vida lo mejor posible. Quizá empiece a estudiar alguna profesión. Tengo apenas 19 años, aún estoy a tiempo de inscribirme en una carrera profesional, la mayoría de mis compañeros van un poco avanzados, pero no todos podemos iniciar en el mismo ciclo. Aunque debo ver cuáles son mis habilidades o que es lo que me gusta hacer, piensa, y un halo, muy débil, de ilusión la acompaña. Durante el bachillerato logró hacerse novia de Darío, por lo que no previó sobresalir en la vida por ella misma. Mientras Darío y los demás graduados estaban inmersos en papeleo y cubrir requisitos para las admisiones a la universidad, ella se ocupaba de sí misma. Se levantaba a media mañana sin preocupación alguna. El salón de belleza era su segunda casa. Apoyaba unas horas por la tarde a su padre en la clínica veterinaria que era de su propiedad, de donde percibía el sueldo de una secretaria sin tener horario fijo y sin reglas que seguir. Esperó a que Darío terminase su carrera y ejerciera. El matrimonio de ambos sería la cereza de su delicioso pastel. Ahora Darío ya no está, y ella necesita dedicar su tiempo a amortiguar el dolor por la pérdida de su amado. Y el estudio le ofrece un escape. Escuchar el nombre de Darío la vuelve a la realidad. Los presentes atienden las palabras del sacerdote que eleva plegarias por el alma de aquel infeliz que tuvo la desgracia de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, eso según las investigaciones de la policía.    

 

Durante el servicio fúnebre, ella como su prometida recibió las condolencias de familiares y amigos. Su rostro denota una infinita tristeza y dolor. Darío, su amado Darío ha muerto, y ella, la casi viuda, se siente rota, sin rumbo fijo que seguir en su vida. Levanta la mirada y se topa con la dureza de unos ojos castaños observándola, el filo de aquellos ojos traspasa su ser, parece leer sus pensamientos. Lo sabe, estoy segura. Esa maldita bruja siempre lo sabe todo, empiezo a creer que en verdad existe la bola de cristal. Ignora esa circunstancia y se concentra en observar al resto de las mujeres presentes, entre ellas está la traidora, lo presiente. Las mira una a una detenidamente, estudia sus gestos, su comportamiento, más nada fuera de lo normal se hace notar. Pero debe ser alguna de ellas, o acaso ¿era alguien de su entorno laboral? Maldita sea Edith, recuerda si conocías a compañeras trabajo, si alguna vez te mencionó a alguien en especial. Buscando entre los momentos vividos en pareja, cae en cuenta que desconoce el desarrollo de su novio como arquitecto. En realidad, desconoce muchas cosas de la vida de su amado. Las preguntas caen con la fuerza de una cascada, una tras otra: cuándo estábamos juntos, ¿de qué platicábamos? ¿Él me confiaba sus vivencias, sus planes? No lo recuerdo. ¿Qué hacíamos durante los paseos de fin de semana? Busca en su mente sin encontrar respuestas. Pues nada, me acompañaba de tienda en tienda para satisfacer mi vanidad en forma de nueva ropa y accesorios. Mirando en retrospectiva, siempre eran sus planes los que se llevaban a cabo dentro de la relación. Darío aceptaba lo que su novia proponía, sin replicar nada; una muestra que Edith siempre creyó que era amor, y al final le sirvió como pretexto al mismo Darío para dar al traste con su compromiso. ¿Le gustaban en realidad los detalles que tuve para con él? ¿La ropa, los perfumes que le regalé? ¿El soneto que le compré al indigente apestoso que me abordó en el estacionamiento de una tienda departamental y el cual le hice creer a Darío que yo lo escribí para él? Dios, en que farsa viví todo este tiempo… debo… debo recuperar esos detalles… quizá me digan la verdad respecto a Darío. La venda se le ha caído de los ojos y le muestra la cruel verdad: su amado es un enigma que no podrá resolver. Ni siquiera sabe el nombre del despacho de arquitectos para quien trabajaba, y al parecer ninguno de los presentes se ostentó como compañero de trabajo.

 

El paisaje se ve distorsionado a través del cristal de la ventanilla del taxi donde regresan a casa. Observa las gotas de lluvia caer furiosas y luego resbalar sobre el grueso vidrio, fundiéndose unas con otras en una forma indefinida que al final vuelve a ser la misma sustancia. Durante el trayecto, las mujeres no intercambiaron ni una sola palabra, el denso silencio les oprime el corazón, como una mano apretándolo con fuerza hasta convertirlo en una masa sanguinolenta; aunque a cada una por razones distintas. La mujer mayor le dice al taxista que puede quedarse con el vuelto, caminan bajo la helada lluvia de octubre. Madre e hija, Odalys y Edith; una copia al carbón la una de la otra, sin decirse palabra alguna, cercanía física entre ellas, pero una distancia enorme las separa en cuanto a emociones y sentimientos. La pérdida de un ser querido por lo regular une a la familia, pero en este caso el abismo se hizo más grande y profundo. Odalys siente como suyo el dolor de haber perdido a Darío, no porque fuera el prometido de su hija, sino porque era hijo del hombre que continuaba siendo el amor de su vida. Darío era una imagen viva de Alonso, su padre, en todos los aspectos, de quien Odalys se enamoró perdidamente y fue correspondida, pero eso es agua pasada. Como toda buena madre que conoce en verdad a sus hijos, sabe que Edith es egoísta y solo le importó Darío porque era educado, fino y heredero de una nada despreciable suma de acciones en una empresa familiar. Observando el comportamiento de Darío, por experiencia supo que estaba alejándose de Edith, y eso la alegró. Su hija no merecía a un hombre como Darío, y quien fuera la mujer que estuviera hechizándolo, la felicitaba. Tenía su aprobación. Conociendo el temperamento posesivo y los pensamientos retorcidos de su hija, temía que tuviera algo que ver con su muerte violenta. ¿Ladrones en un vecindario privado? No se lo cree. Va a la cocina. Le vendrá bien una taza de café caliente y un generoso trozo de tarta de frutas.

 

Al cerrar la puerta de su casa, un turbulento mar de emociones hace presa de Edith. Cruza la estancia hasta llegar a su recamara. Sin perder tiempo comienza a empacar. Cambiarán de residencia, un nuevo comienzo en otro lugar le sentará bien. Su casa, la calle, toda la ciudad está impregnada del recuerdo de Darío y desea salir pronto de esa situación, como si fuera una enfermedad contagiosa sin cura médica, un vehículo que conduce en un corto tramo de tiempo a la muerte. Recuerda con disgusto que no podrá irse hasta recuperar los detalles que le obsequió a Darío. Dejará pasar unos días y hablará con sus padres, está segura que accederán a su petición, no les quitará nada de su hijo, solo lo que ella le regaló, para “tenerlo siempre cerca de mi corazón”. Cursilerías. Pero que a veces son necesarias. Un periódico espera a ser guardado en una maleta, pero antes lee una vez más la espantosa noticia: “Muere joven arquitecto a manos de ladrones”. Las lágrimas nublan sus ojos, hace un esfuerzo para contenerlas, al lado del texto Darío la mira con su tierna sonrisa dibujada en los labios. Y es precisamente esa sonrisa el pretexto para que una furia callada invada con rapidez sus sentidos, una sonrisa que ya no era para ella, su novia de años; sino que pasó a ser propiedad de otra malnacida que envolvió a su novio y se lo llevó con ella. “La gente cree que eres una víctima, pero yo conozco la clase de mierda que en realidad fuiste”. La furia cobra intensidad al saber que nunca podrá cobrarle a Darío sus ofensas y humillaciones. No olvidará esa última conversación con quien fuera el amor de su vida, la llevará tatuada en su mente y en su corazón y recordarla le dará la fuerza para conseguir sus propósitos. Con desprecio arroja el periódico dentro de la valija.  

* * * * *

La fragilidad humana. Ahorita estamos y en un segundo nos volvemos humo, polvo, nada. Sigue con la mirada el cortejo fúnebre que va entrando al cementerio. Un camino de tierra franqueado por frondosos árboles da la bienvenida a la última morada del ser humano. El camino termina en una capilla de color ocre, el féretro entra a la capilla, con pasos temblorosos pero decididos se encamina hacia ahí. La asistencia sobrepasa las bancas, por lo que muchas personas permanecen de pie, circunstancia que ayuda a su invisibilidad. No escucha el sermón, su atención la acapara el ataúd que está al frente. Cierra sus ojos con fuerza. Asistió al funeral creyendo tener preparada su mente para la despedida, pero en el momento menos esperado el corazón traiciona, como un Judas cualquiera.     

Antes de terminar la misa sale discretamente, sin atraer consigo miradas, todos están en actitud de oración. La náusea llegó de improviso, a pesar de que hace varios días que su estómago no recibe alimento alguno. Se  cubre la boca con la mano para retener el desecho hasta que se aleje lo suficiente, no desea llamar la atención de nadie. Expulsa la bilis sin ruido, gracias a Dios. El grueso tronco de un árbol es su refugio, desde ahí la mira: una mujercita guapa, sí, pero sin calidad humana. Llora. Recibe los abrazos y los agradece. La hipocresía hecha carne. Una asesina a sangre fría que le ha arrebatado lo más amado en su vida. 

Ya se han marchado todos. El silencio se hace más insoportable conforme transcurre el tiempo. Si ahora siento que me asfixia, ¿cómo soportaré la soledad más adelante? Permanece de pie ante la tumba recién cerrada, bajo la lluvia helada de noviembre. Mira el nombre de su amado, llamándolo en susurros. Explicándole por qué no le trajo flores. Es incapaz de moverse, como si tuviera los pies anclados al suelo. No le importa mojarse y que el frío le cale hasta los huesos. Lo que diera por quedarse para siempre en ese pedazo de tierra. Mira al cielo, una amarga y sarcástica carcajada, que es al mismo tiempo un grito de dolor y un reclamo a ese Dios que le ha quitado lo más amado, escapa de su garganta, quedando ahogada por el sonido del viento y del agua al caer, gotas de agua fría encuentran cobijo dentro de su boca y en sus ojos; en ese momento es el menor de sus problemas. No puede presentarse a su casa en ese estado, llevando la lluvia en su cuerpo y los ojos enrojecidos por el llanto; tendría que dar explicaciones que no entenderían. Pero en algún momento tendré que volver a casa. La gris escena le trae a la memoria historias de perros y amos. Siempre tomó como burla el saber de los perros que están tan apegados al amo, que al morir éste, ellos no se despegan de la tumba hasta que mueren de tristeza. Ahora lo entiendo en carne propia, piensa mientras un dolor invisible le recorre pesadamente el cuerpo, como el mercurio dentro del termómetro. Soy un perro tan amado por mi amo, y lo amo tanto que quiero morir con él. Aquí, dentro de este agujero oscuro y solitario. La lluvia resbala sobre su cara, confundiéndose con sus lágrimas.   

Alguien a quien no sintió llegar posa la mano sobre su hombro, al tiempo que le murmura algunas palabras de condolencias y le pide educadamente que se retire. A los muertos les ha llegado la hora de descansar.

                                                                                                                          Continuará... 

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