Los decretos del diario azul de Miguel Boca

Sí, mi nombre es Miguel Boca. El nombre es común, mercadeado al por mayor, pero en cuanto al apellido ese sí que está medio raro, es un apellido que incita a las burlas. Todavía recuerdo con tristeza, y con coraje, cuando los compañeros de escuela me decían  “El Bocas” “El boquikis”, “El ocikón” y no sé cuantos apelativos más. El nombre justo para un tipo resentido con la vida, como lo soy yo.

La vida para mí no ha sido fácil, pero decidí que voy a cambiar mis puntos de vista ya que la ira, la crítica y mis antiguos patrones de conducta me están generando enfermedades como la migraña, estreñimiento y otras cuantas más, que no estoy dispuesto a soportar.

Alguien en la oficina dejó olvidado un libro de autoayuda, comencé a leerlo y desde entonces me enfoqué en la tarea de buscar y comprar libros de ese tipo; y en verdad que he cambiado ya algunas cosas. Hace días, uno de mis compañeros me dio un diario de actas grueso, donde se anotan las entradas y salidas de mercancía de la empresa para la que laboro. El libro está forrado con papel color azul, ya en su mayoría roto y desgastado por el uso, pero aún tiene más de la mitad de las hojas limpias. Lo traje conmigo a casa, me quemé de ceso preguntándome en que puedo ocupar yo un diario de ese tipo. Me daba una sensación de tristeza tirarlo. La respuesta me llegó a la mañana siguiente, mientras pedía a Dios me regalara un día tranquilo, sin sobresaltos ni enfados. En el diario escribiría mis decretos, sí, esas frases que me ayudan a fortalecer mi fe en Dios y en mí mismo.
Aquí les comparto algunas.

He vaciado la cesta de mi basura mental.
O al menos eso intento. Le guardo mucho, muchísimo rencor a mi padre, Rosendo Boca, por habernos dejado desamparados emocional y económicamente a mi madre y a mí; aunque sé que no fue su culpa morir cuando yo contaba apenas con dos años de edad. Pero en el tiempo que tuvo la oportunidad de convivir con nosotros, bien pudo habernos comprado una casa para que viviéramos sin preocupaciones y sin tener que verle la jeta a la tía Dolores, hermana mayor de mamá, y a su esposo, que no recuerdo su nombre exacto, pero al tipo le decían Rufus. Uy! Como a los perros. Rufus. Rufus. Silbido, silbido. Que hombre en verdad tan desagradable. Guardo vagas imágenes en mi memoria de cuando tuvimos que pasar días en su casa. Yo lloraba y él comenzaba a decir palabrotas y a agitar las manos en forma amenazante, casi creía que me iba a golpear. Y que decir de tía Dolores, una sádica de primera clase, quien le aconsejaba, no, más bien le ordenaba a mamá que me bajara los pantalones y me pegara en las sentaderas con una vara mojada. Lo bueno es que mamá no le hacía caso. Faltaba más. Historias parecidas sucedieron en los demás hogares donde tuvimos que pedir posada, pues carecíamos de un lugar propio donde vivir. Y todo este infortunio gracias a que mi padre no compró casa por la razón que no estaba divorciado de su primera esposa y de seguro ella reclamaría esa propiedad. Sí, mi madre era la “querida”, la que no tenía derecho a nada. Y de paso me amolaron a mí también, mientras la esposa y mis dos medios hermanos, o hermanastros, o como se diga en vocabulario legal o no tan legal, disfrutaban de habitar una casa de dos plantas con todas las comodidades y tener el privilegio de prepararse académicamente para conseguir un buen trabajo, mamá y yo recurrimos a la caridad de los tíos u otros familiares para pasar la noche.
Es de dar tristeza.

Antes de criticar, me pongo en los zapatos de la otra persona.
A mi madre, Agripina Solaz, nunca le gustó trabajar. Esa fue la razón por la que en un principio, en la pasarela que fue su vida, vi desfilar candidatos al por mayor a “papás”. La relación con Pina comenzaba bien, pero a la vuelta de unos cuantos meses, la falta de respeto hacia madre e hijo, el maltrato físico y emocional, aunados a la borrachera del fulano en turno, oscurecían la atmósfera “familiar”.

Pina se reencontró años después con un antiguo conocido suyo, Josefo, a quien la familia conoce como Chepo; un viejo de rancho, grosero y borrachín pero bien trabajador, que lo mismo se le veía como “maistro” albañil, velador, plomero, que como intendente en fábricas y oficinas. El tipo de trabajo que desarrollaba no lo avergonzaba en lo absoluto; así como tampoco lo avergonzaba que lo escucharan hablar en su florido y coloquial lenguaje. Hubo algunas, muy pocas a decir verdad, faltas de respeto hacia Pina y hacia mí, pero nada que lamentar. Una cosa sí debo agradecer a Chepo: que hizo todo lo posible para que yo no me desviara del camino correcto, se preocupó por mi bienestar a pesar que no soy su hijo.
 
La situación económica en casa apenas alcanzó para que yo estudiara solo hasta la secundaria, y al término de ésta, tuve que emplearme en lo que estuviera disponible, cosa que siempre le reproché a mamá, al morir Rosendo, mi padre biológico, la empresa para la cual laboró durante años, me otorgó una cantidad de dinero para que en un futuro yo cursara una carrera profesional. Dinero del que Pina dispuso para otras cosas, menos para mi educación.

Cuando entré a los 16 años, le reclamé a Pina que se hubiera casado con Chepo, ella respondió que lo hizo por mí, para que yo tuviera un padre, a lo que lleno de furia le contesté:
-No se engañe madre, no lo hizo por mí, lo hizo por usted, porque quería estar cómoda, solo estirar la mano y recibir dinero sin esforzarse para ganarlo.
Recuerdo que guardó silencio, se limitó a sonreír como diciendo: “Algún día lo entenderás”.      
  
Y ese día llegó. Ahora que soy esposo y padre de dos lindas niñas, me doy cuenta que no solo nos unimos a una pareja por sexo o dinero, sino también por apoyo físico y emocional, compañía y ayuda mutua; llega un momento en que los hijos formamos nuestra propia familia y los padres se quedan solos. Pina no quería estar sola. Y años atrás yo no veía las cosas de esa manera.

Aprendí a aceptar la situación tal como se presenta
Crecí presenciando las rabietas y accesos de furia y frustración de Chepo. Me contagió su forma de pensar. Iba por la vida maldiciendo a las personas y las situaciones cuando algo no le salía como lo planeó. Yo imité su conducta durante varios años, malgastando mi energía insultando gente, perdiendo amistades y acarreándome problemas gratuitos. De nada servían los sabios consejos que de las personas que me estimaban y que tenía el honor de poder considerarlos mis amigos.

Al fin estoy controlando mi temperamento, escribo decenas de veces enunciados como el que encabeza este párrafo. En un principio fue difícil, pero conforme me iba tatuando en el cerebro las frases, todo fluyó sin mayor esfuerzo.

Nada de lo que ocurre es casualidad
Al igual que Chepo, yo echaba de pestes cuando algo desequilibraba mis organizadas actividades. Un sencillísimo ejemplo: hacer la seña de alto al autobús y que el operador de la unidad se pasara de largo sin siquiera mirarme. Me decía para mis adentros: “Nomás llegue a la oficina lo voy a reportar; él no va a recuperarme el descuento que por llegar tarde de quitarán de mi raya semanal”. Durante el trayecto a la oficina imaginaba que más inventar para perjudicar al pobre trabajador del volante; más mis malas intenciones se resbalaban por el suelo al percatarme que en cierto punto del camino el vehículo se accidentó; dejando con ello una estela de angustia y dolor en los familiares de los pasajeros heridos, y a veces hasta muertos, que tuvieron el infortunio de abordar el transporte equivocado. En ese momento agradecía a Dios por continuar yo con vida.
Aprendí a ver las cosas desde esa óptica.

Trato de tener presente el optimismo y buen humor
Mi madre siempre se quejó por todo, y que decir de Chepo, a quien le molestaba hasta el débil zumbido de una mosca. Ambos me heredaron su forma de pensar. Yo nadaba a ciegas en el mar de la negatividad, maldecía a las circunstancias, maldecía a los demás, incluso maldije muchas veces a Dios por no permitirme salir de la mediocridad en que nací.
 
Con ayuda de libros me di cuenta que el error está  en la manera de pensar; Dios me puso los medios al alcance para poder llevar adelante mi cometido, pero era más cómodo echar la culpa a los demás de mis malestares, que no me percataba de la presencia del Supremo en mi vida.

Para mí las cosas han cambiado mucho en estos últimos meses. Mi tesis es que el éxito se debe a dos factores: uno, la actitud mental que uno tome ante las circunstancias, y dos, la manera de realizar las cosas. Los errores son lecciones excelentes que hay que aprender para evitar perder el tiempo, recurso que no se recupera; esfuerzos vanos, decepciones y el amargo sabor a bilis derramada por el coraje de sentirse fracasar.

Lo que se llama suerte es el resultado de saber combinar buenas decisiones y optimismo en el momento correcto.

Por mi bienestar físico y mental, y el de las personas que están cerca de mí estoy cambiando; me falta mucho por trabajar, pero el primer paso ya está dado. En el diario azul me esperan otras 10 o 12 frases para llenar sus páginas y actuarlas en mi vida real.

Considero una bendición el poder hacerlo.


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