El sueño de todo pobre
Desliza sobre sus piernas las pantimedias color piel, finísima seda italiana, una de las más costosas marcas vendida en las tiendas departamentales.
-Demonios! –su rostro se transfigura por el coraje al sentir que la prenda se enganchó con su uña; frota con la punta de sus dedos el área y sonríe al ver que la delicada tela no sufrió daño alguno.
-No me importa en lo más mínimo traer hilos sueltos, lo que realmente me duele es que a la primera puesta se rompan, apenas las compré ayer y deben desquitar su precio, trescientos cincuenta pesos, no pagué el agua este mes por hacerme de estas medias…ni comparación con las que usaba antes, esas para la segunda puesta ya estaban guangas y rotas. –deja escapar una carcajada, más cuando se evapora la risa su rostro adquiere una mueca de amargura y vienen los reproches que siempre quiso hacerles a sus padres- Parecía una ancianita, con todo el molote de garra en las rodillas y en el empeine. No sé por qué le hice caso a mamá, si yo era la que trabajaba y ganaba el dinero, y podía vestir bien. Pero ella siempre pidiendo que comprara lo más económico porque había que comer, mientras papá se la pasaba en casa echado todo el día, so pretexto de estar enfermo. ¡Que enfermo ni que ocho cuartos! Cómo para irse por las noches a las cantinas para buscar nalgas frescas no estaba enfermo. Al contrario, fue un súper hombre, pues aunque enfermo nos hizo otra hermana. Y pensar que mamá solapaba eso. ¡Que falta de dignidad para ella y que maldad de hacerme sentir que yo era la responsable del sustento de la familia, cuando quien debía serlo estaba ocupado en otros menesteres y gastando su escaso sueldo en la casa chica!
Interrumpe sus pensamientos el violento frenar de un automóvil y el fuerte volumen al que se escucha cantar un grupo vallenato, acto seguido, el conductor se baja del vehículo azotando la puerta y gritando improperios al vecino de enfrente a manera de saludo. Las carcajadas y leperadas de ambos sujetos no se hacen esperar.
Dayra Cortés se levanta de su cama y se asoma por la ventana solo para confirmar lo que ya sabe.
-Mhh! –exclama con desgano- Los clientes de Chago, igual de ordinarios y corrientes que él. Dios los hace y ellos se juntan…
De su mirada emana tristeza y cierta clase de odio, sus ojos recorren con lentitud cada objeto que es parte de su habitación. Las paredes están descascarilladas, con notorias huellas que tiempo atrás cuadros y adornos la por mayor formaron parte de la escenografía gris y lúgubre de esa casa. Un gesto de desprecio se dibuja en su rostro.
-Hice bien en deshacerme de fotos y cachivaches viejos que no quiero ni necesito. Fueron decisiones de mis padres y ahora que ya no están, no tengo por que continuar con costumbres que nunca me importaron. Que rézale al angelito de la guarda, a la virgencita del chorro de micifuz y no sé a cuantas vainas más. Nunca entendí cual era la finalidad de tanto rezo, si ellos nunca se esforzaron para salir de fregados; seguro esperaban que Diosito viniera en persona a servirles en bandeja de plata las cosas para que no se desgastaran en conseguirlas.
El cubo de maderas viejas que Dayra tiene por clóset, luce desgastado por el uso; una de las bisagras de la puerta ya está quebrada y el espejo roto, por lo que la mujer se acerca y abre la puerta con cuidado, dejándola descansar sobre el banquillo de su tocador. Maldice para sus adentros el no haber logrado cerrar el trato con la empresa papelera, a último minuto la llamaron para agradecerle el tiempo y la atención que con amabilidad les brindara, pero el trámite tendría que esperar. La ira y la frustración la invadieron a tal grado de enfermar del estómago. Para ella no existe la casualidad, simple y llanamente los empresarios dieron prioridad a otras cosas, o pensaron que ella no estaba preparada para llevar el asunto. Con el dinero obtenido por aquel trabajo había planeado comprarse un nuevo organizador de ropa. No modo, será para la próxima ocasión. Sonríe al ver su ropa colgada, la acaricia. Toma el vestido negro, le fascina sentir sobre su piel el roce de la tela, huele el aroma del suavizante, regresa el vestido a su lugar, es un diseño de Mónica Di Lorenzo, la diseñadora preferida entre las ejecutivas de la clase media alta. Cierra el clóset, llevando de vuelta el banquillo a su tocador: estructura tubular, color beige, base de vidrio transparente. Un mueble sacado de la decoración de una revista; desentona con la pobreza de la habitación, de nota de inmediato que no pertenece al resto del mobiliario. Se sienta frente al espejo, le gusta la imagen que éste le devuelve, unas facciones bellas, cabellera con rizos negros, brillantes a la vista y suaves al tacto gracias al efecto de los caros tratamientos de un exclusivo salón de belleza. Se lleva la mano a la gargantilla que luce en su cuello, oro blanco, formando juego con los aretes. Otra sonrisa de satisfacción se dibuja en su rostro, al recordar que durante algunos meses se privó de ciertas necesidades básicas con tal de convertirse en la dueña de esas joyas.
-Valió la pena dejar a un lado la buena alimentación por algún tiempo, después de todo yo continúo sana, y además luciendo elegante con estos accesorios.
Se repetía una y otra vez esta frase al sentir el preciado metal adherido a ella como una segunda piel.
Observa sus cosméticos con orgullo, no son marcas comerciales ni de las que se piden por catálogo. Toma un frasco de perfume y aplana el atomizador tres veces con dirección a su cuello. Cierra los ojos y aspira profundo el delicado aroma. Channel. Regalo de una de sus amigas más allegadas.
-Estoy progresando; al fin veo la recompensa que merezco. Buena ropa, joyas, perfumes. La buena vida espera por mí.
Mira el reloj y se levanta como de rayo. Tiene el tiempo justo para llegar a su compromiso. Coge de la cama su celular y el bolso Louis Vouitton, se pasa la correa por el hombro para salir, y al cruzar por la cocina advierte que olvidó sacar la basura. Ignora el cubo, pero se regresa porque le desagrada que el olor a comida putrefacta invada su espacio. Vuelve a sonreír. El envase que ha desechado son los restos de la cena de anoche: comida china. Un lujo que tiempo atrás no podía permitirse. Sin querer recuerda todos los años que pasó alimentándose de harinas, frijoles y huevo; de vez en cuando podían comprar fruta y verdura, pero casi nunca se daban el gusto de consentirse con un antojo extra. El dinero apenas alcanzaba.
Deposita el envase en la canasta de basura y se lava rápido pero concienzudamente las manos, ya no alcanza a aplicarse crema pero en su bolso lleva un concentrado de aceite de rosas. Por fin sale cerrando las puertas con llave. El vecino mecánico y su visitante la miran con burla; Dayra advierte esas miradas y lejos de molestarla se siente halagada, su ego se hincha.
-Pobre gente, en vez de estar criticando mi vida y tomando cerveza, deberían trabajar con ganas para salir de la mugre, así como lo estoy haciendo yo.
Camina unos pasos y le hace la señal de parada a un taxi. Lo aborda. En el trayecto, una idea dormida en su cerebro despierta.
-Un carro. Es lo que me hace falta. –suspira- Bueno, hay que trabajar para obtenerlo. Algo se me ocurrirá…
-Demonios! –su rostro se transfigura por el coraje al sentir que la prenda se enganchó con su uña; frota con la punta de sus dedos el área y sonríe al ver que la delicada tela no sufrió daño alguno.
-No me importa en lo más mínimo traer hilos sueltos, lo que realmente me duele es que a la primera puesta se rompan, apenas las compré ayer y deben desquitar su precio, trescientos cincuenta pesos, no pagué el agua este mes por hacerme de estas medias…ni comparación con las que usaba antes, esas para la segunda puesta ya estaban guangas y rotas. –deja escapar una carcajada, más cuando se evapora la risa su rostro adquiere una mueca de amargura y vienen los reproches que siempre quiso hacerles a sus padres- Parecía una ancianita, con todo el molote de garra en las rodillas y en el empeine. No sé por qué le hice caso a mamá, si yo era la que trabajaba y ganaba el dinero, y podía vestir bien. Pero ella siempre pidiendo que comprara lo más económico porque había que comer, mientras papá se la pasaba en casa echado todo el día, so pretexto de estar enfermo. ¡Que enfermo ni que ocho cuartos! Cómo para irse por las noches a las cantinas para buscar nalgas frescas no estaba enfermo. Al contrario, fue un súper hombre, pues aunque enfermo nos hizo otra hermana. Y pensar que mamá solapaba eso. ¡Que falta de dignidad para ella y que maldad de hacerme sentir que yo era la responsable del sustento de la familia, cuando quien debía serlo estaba ocupado en otros menesteres y gastando su escaso sueldo en la casa chica!
Interrumpe sus pensamientos el violento frenar de un automóvil y el fuerte volumen al que se escucha cantar un grupo vallenato, acto seguido, el conductor se baja del vehículo azotando la puerta y gritando improperios al vecino de enfrente a manera de saludo. Las carcajadas y leperadas de ambos sujetos no se hacen esperar.
Dayra Cortés se levanta de su cama y se asoma por la ventana solo para confirmar lo que ya sabe.
-Mhh! –exclama con desgano- Los clientes de Chago, igual de ordinarios y corrientes que él. Dios los hace y ellos se juntan…
De su mirada emana tristeza y cierta clase de odio, sus ojos recorren con lentitud cada objeto que es parte de su habitación. Las paredes están descascarilladas, con notorias huellas que tiempo atrás cuadros y adornos la por mayor formaron parte de la escenografía gris y lúgubre de esa casa. Un gesto de desprecio se dibuja en su rostro.
-Hice bien en deshacerme de fotos y cachivaches viejos que no quiero ni necesito. Fueron decisiones de mis padres y ahora que ya no están, no tengo por que continuar con costumbres que nunca me importaron. Que rézale al angelito de la guarda, a la virgencita del chorro de micifuz y no sé a cuantas vainas más. Nunca entendí cual era la finalidad de tanto rezo, si ellos nunca se esforzaron para salir de fregados; seguro esperaban que Diosito viniera en persona a servirles en bandeja de plata las cosas para que no se desgastaran en conseguirlas.
El cubo de maderas viejas que Dayra tiene por clóset, luce desgastado por el uso; una de las bisagras de la puerta ya está quebrada y el espejo roto, por lo que la mujer se acerca y abre la puerta con cuidado, dejándola descansar sobre el banquillo de su tocador. Maldice para sus adentros el no haber logrado cerrar el trato con la empresa papelera, a último minuto la llamaron para agradecerle el tiempo y la atención que con amabilidad les brindara, pero el trámite tendría que esperar. La ira y la frustración la invadieron a tal grado de enfermar del estómago. Para ella no existe la casualidad, simple y llanamente los empresarios dieron prioridad a otras cosas, o pensaron que ella no estaba preparada para llevar el asunto. Con el dinero obtenido por aquel trabajo había planeado comprarse un nuevo organizador de ropa. No modo, será para la próxima ocasión. Sonríe al ver su ropa colgada, la acaricia. Toma el vestido negro, le fascina sentir sobre su piel el roce de la tela, huele el aroma del suavizante, regresa el vestido a su lugar, es un diseño de Mónica Di Lorenzo, la diseñadora preferida entre las ejecutivas de la clase media alta. Cierra el clóset, llevando de vuelta el banquillo a su tocador: estructura tubular, color beige, base de vidrio transparente. Un mueble sacado de la decoración de una revista; desentona con la pobreza de la habitación, de nota de inmediato que no pertenece al resto del mobiliario. Se sienta frente al espejo, le gusta la imagen que éste le devuelve, unas facciones bellas, cabellera con rizos negros, brillantes a la vista y suaves al tacto gracias al efecto de los caros tratamientos de un exclusivo salón de belleza. Se lleva la mano a la gargantilla que luce en su cuello, oro blanco, formando juego con los aretes. Otra sonrisa de satisfacción se dibuja en su rostro, al recordar que durante algunos meses se privó de ciertas necesidades básicas con tal de convertirse en la dueña de esas joyas.
-Valió la pena dejar a un lado la buena alimentación por algún tiempo, después de todo yo continúo sana, y además luciendo elegante con estos accesorios.
Se repetía una y otra vez esta frase al sentir el preciado metal adherido a ella como una segunda piel.
Observa sus cosméticos con orgullo, no son marcas comerciales ni de las que se piden por catálogo. Toma un frasco de perfume y aplana el atomizador tres veces con dirección a su cuello. Cierra los ojos y aspira profundo el delicado aroma. Channel. Regalo de una de sus amigas más allegadas.
-Estoy progresando; al fin veo la recompensa que merezco. Buena ropa, joyas, perfumes. La buena vida espera por mí.
Mira el reloj y se levanta como de rayo. Tiene el tiempo justo para llegar a su compromiso. Coge de la cama su celular y el bolso Louis Vouitton, se pasa la correa por el hombro para salir, y al cruzar por la cocina advierte que olvidó sacar la basura. Ignora el cubo, pero se regresa porque le desagrada que el olor a comida putrefacta invada su espacio. Vuelve a sonreír. El envase que ha desechado son los restos de la cena de anoche: comida china. Un lujo que tiempo atrás no podía permitirse. Sin querer recuerda todos los años que pasó alimentándose de harinas, frijoles y huevo; de vez en cuando podían comprar fruta y verdura, pero casi nunca se daban el gusto de consentirse con un antojo extra. El dinero apenas alcanzaba.
Deposita el envase en la canasta de basura y se lava rápido pero concienzudamente las manos, ya no alcanza a aplicarse crema pero en su bolso lleva un concentrado de aceite de rosas. Por fin sale cerrando las puertas con llave. El vecino mecánico y su visitante la miran con burla; Dayra advierte esas miradas y lejos de molestarla se siente halagada, su ego se hincha.
-Pobre gente, en vez de estar criticando mi vida y tomando cerveza, deberían trabajar con ganas para salir de la mugre, así como lo estoy haciendo yo.
Camina unos pasos y le hace la señal de parada a un taxi. Lo aborda. En el trayecto, una idea dormida en su cerebro despierta.
-Un carro. Es lo que me hace falta. –suspira- Bueno, hay que trabajar para obtenerlo. Algo se me ocurrirá…
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