Fragmentos de mi vida en tres actos
Me
zambullo en el inmenso mar de tranquilidad y paz que solo el sueño suele
proporcionarnos.
Cierro
los ojos y me dejo llevar por la preciosa sensación de flotar en el aire y
desde las nubes observar mi vida. Comienzo a ver, o mejor dicho, a soñar.
Como
en una película, en la primera escena aparece Josefo, aquel hombre del que me
enamoré perdidamente cuando yo tenía 19 años y él 38, me doblaba la edad. ¿Qué
me atrajo de él, siendo un hombre medio calvo, chaparro, con coronas de oro en
los dientes y que debía tener dos empleos para medio vivir? Fue el darme cuenta
de que era un excelente padre, como el que yo debí tener, más sin embargo, Dios
me envió como padre a un pobre diablo, alcohólico, alérgico al trabajo y un
desobligado para con su esposa y sus hijas. Ah! pero un magnífico semental
cuando de engendrar hijos fuera de matrimonio se trataba. Me encantaba ver a
Josefo en su papel de padre, conviviendo con sus hijos. Envidié la manera en
que los trataba: con cariño, nunca lo vi molesto con ellos, mucho menos que les
dejara caer un golpe; los aconsejaba con palabras de ánimo y con inteligencia
les hacía notar sus errores. Me gustó pensar que el señor destino lo colocó
frente a mí para aminorar la ausencia de la figura paterna en mi vida.
En
fin…en mi sueño lo veía marchar, por algún motivo que desconocía, teníamos que
poner distancia de por medio. No recuerdo lo que hablamos, pero tengo una
imagen muy nítida de que caminamos en silencio por una estrecha y solitaria
calle en plena tarde. De pronto, al
llegar a una esquina, nos detenemos. Sin decir nada, toma mi rostro entre sus
manos y me da un beso en la frente. Me mira y sus labios dibujan una tierna
sonrisa. Se aleja y yo me quedo muda, las palabras no acuden a mi garganta…
Camina
sin detenerse, llega al final de la cuadra y voltea a verme, sonríe de nuevo y
alza su mano haciendo la señal del “adiós”. “Que no sea un “adiós”, sino un
“hasta pronto””, pienso yo en mi desesperación, para luego doblar la esquina y
desaparecer de mi vista…y de mi vida.
Fin
de la primera escena…
Estoy
en una pulcra sala de espera de no sé que: bien puede ser un consultorio, una
empresa, una escuela o cualquier otro negocio. Las paredes y los muebles son de
color blanco, las losetas del piso son en un contrastante color gris acero.
Entro y me dirijo hacia el escritorio donde se halla sentada una jovencita, al
parecer es la que otorga la información que requerimos, pero ignoro el por qué
estoy ahí. Reparo en que a mis espaldas está sentado alguien, puede ser un
hombre o una mujer, no lo sé, pues ni siquiera me tomé la molestia de voltear a
saludar a la persona.
Mientras
espero a que me atienda la joven, veo que en su escritorio se posa un
recipiente de vidrio con detergente líquido, recién hecho, pienso yo, puesto
que se ven los grumos azules y verdes, sin disolverse por completo aún,
flotando en el agua. Sumergí las puntas de mis dedos y lo ensucié. Ensucié esa
agua azul que alguien se tomó la molestia y el trabajo de hacer, de preparar,
para limpiar algo. Así que lo arrojé al piso. Escuché el estruendo del vidrio
al romperse. Lo arrojé para que ya no pudieran usarlo porque yo lo contaminé.
Aparece una persona vestida de uniforme color celeste, cual enfermero de
hospital, y con amabilidad me dice que no me preocupe, que nadie estamos
exentos de que no suceda un accidente, que yo sé que no lo fue, claro, y se
dispone a limpiar y recoger el desorden que con toda intención yo ocasioné.
La
joven de información continúa ocupada vía teléfono, por lo que decido tomar
asiento y esperar. La sorpresa se dibuja en mi rostro al reconocer a Julián
como la persona que se encuentra sentada frente a mí.
Creí
enamorarme de ese hombre cuando ambos trabajamos para una empresa
comercializadora de cosméticos. Consideré que era el hombre perfecto para mí:
tenemos mas o menos la misma edad y crecimos dentro de familias conservadoras.
No tardé en darme cuenta que él nunca repararía en mí, y no porque yo no sea
atractiva, sino porque a él le atrae su mismo sexo. Por ello tuve que volver mi
vista a otro lado.
Me
encuentro con sus ojos y es como si un aparato de rayos “X” leyera mis
pensamientos; sé que adivinó mis intenciones cuando derramé el detergente. Sentí
un caluroso rubor cubrir mi rostro y bajé la mirada, haciendo de cuenta que no
lo reconocía.
No
recuerdo nada más.
Fin
de la segunda escena…
Ahora
camino en una habitación algo sombría, hay un ventanal grande, sin cortinas, por
el que entra la luz a raudales. Estoy en una de las orillas de la ventana,
oculta tras la pared. Todavía hay algo de luz, pero no puedo precisar que hora
del día puede ser, quizá sean las primeras de la mañana o las últimas de la
tarde, no sé.
La
habitación tiene pocos muebles, entre ellos, un estante de madera, ya algo
gastada por el paso del tiempo, el cual guarda algunos libros viejos. Un hombre
de cabello corto y entrecano, vestido con una camiseta y chamarra de piel en
tono oscuro, me decía que dejaba un sobre para mí dentro de uno de los libros,
dándome instrucciones futuras de que encontraría el sobre siempre en el mismo
lugar.
El
sobre es de color blanco, tamaño oficio y muestra señales de haber pasado ya
por varias manos; el hombre me advierte que debo ser cuidadosa. Sentí miedo,
aún siendo un sueño, mi intuición me advierte que algo no marcha bien. Además,
aquel escondrijo se encuentra aislado de la ciudad, yo tengo que entrar y salir
sin ser vista, y nadie puede relacionar al tipo de cabello entrecano conmigo.
Me
veo hablando con otra mujer que vestía una blusa roja. No logro ver su rostro. Me
despierto. Estoy empapada en sudor. Reconozco mi habitación en casa de mis
padres. Escucho voces en la calle. Me asomo con discreción a la ventana y veo
al tipo de mi sueño frente a la puerta principal, hablando con otros dos a
quienes no conozco. Duran varios minutos más conversando. Al fin suben los tres
al auto y se alejan.
¿Sueño?
¿Realidad? ¿Coincidencia?
Logro
conciliar mi precioso sueño, pero al poco rato, escucho girar la llave en la
cerradura y abrir la puerta, alguien entra a casa con mucha familiaridad. Viene
hacia mi alcoba, enciende la luz del baño y reconozco al hombre de cabello entrecano.
Oh, my God! él también vive aquí. Pero, ¿quién es?
Después
de ducharse y lavarse los dientes viene directo a mi cama, me llega el aroma
cítrico de su fragancia. Me abraza tiernamente por la espalda. “Dulces sueños,
amor, te veo mañana”, me susurra al oído y besa mi cabello.
¿Será
un aviso de que debo tener cuidado porque algo puede sucederme?
Fin.

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