El último empleo





Tomé al azar el primer cd que encontró mi mano. Botón play en acción. Comienza a botar la música. ¡Que nostalgia siento al escuchar estas canciones! Vuelvo a estar, aunque sea con la memoria, en esa pequeña y confortable oficina en la que año y medio presté mis servicios como secretaria. Fui muy afortunada, el trabajo era sencillo, casi siempre estaba sola ya que por así darse las circunstancias mi jefe todo el día estaba fuera supervisando el trabajo, así que disponía de todo el tiempo necesario para realizar mis tareas escolares.

Me pasaba la mayoría del tiempo navegando por internet, investigando, bajando música, hasta inicié un blog de lectura. Como también había en la oficina de mi jefe un televisor, me hice adicta por las mañanas al noticiero y a las recetas de cocina, al mediodía no me perdía las telenovelas y por la tarde me emocionaba con las películas.

Ese empleo llegó justo en el momento que acababa de dejar otro donde no me sentía a mis anchas pero me aguanté porque tenía una carrera que pagar y las colegiaturas no esperan, además estaba próxima a iniciar el siguiente tetramestre.

Mi jefe resultó ser un señor joven, a quien le llevo solo un año de edad. Desde el principio nos llevamos muy bien, la confianza fue plena del uno al otro, tanto que al darse cuenta de que yo estudiaba me autorizó a utilizar la computadora y el internet tanto como lo necesitara, y podía irme antes de la hora de salida; pero todo esto condicionado a que no le descuidara el trabajo. Cuidé que nunca sucediera.

Me gustaba la forma de comportarse con los demás, el trato que tenía hacia mí, hasta creo que llegué a sentir atracción física por él. Y puedo decir sin equivocarme que él también la sintió por mi, aunque me negué a traspasar la barrera de jefe-empleada, no quería estropear la bonita relación que teníamos.

Siempre imaginé que empezaría mi vida profesional entregando mi empleo técnico de la manera más óptima, encomendando totalmente a otra persona mis labores, despidiéndome momentáneamente de mis compañeros, prometiendo regresar cada vez que la oportunidad lo permitiera.

Pero el destino es traicionero y las cosas a veces no salen como las planeamos. Mi jefe tuvo una mala racha en lo económico y comenzó a faltar a sus obligaciones de patrón. La crisis llegó a tal grado que me redujo el horario de trabajo y por consecuencia el salario.

Fueron unos días muy tristes. Él ya no se aparecía para nada por la oficina, los pendientes y los sueldos que me debía se estaban acumulando.

Yo nunca dejé de acudir a la oficina, pero ahora era distinto: la sentía demasiado grande, aún y con mis canciones favoritas la tristeza me acompañaba, la soledad era amenazante, aterradora. Mi trabajo no estaba ya, solo la incertidumbre de que podía encontrar cuando llegase a la mañana siguiente. Me sentía angustiada, todavía me faltaban tres tetramestres para terminar mi licenciatura y no lograba colocarme en otro empleo.

Por fin pasó lo que tanto temía: mi jefe y yo discutimos esa mañana, nunca antes lo vi así de molesto, se tranquilizó, dijo que lo más sano para ambos sería terminar la relación laboral pero se le escapó un detalle: mi indemnización de ley; él no quería pagarla y yo no iba a renunciar a los derechos que ya tenía ganados.

Como no logramos ponernos de acuerdo, fuimos a terminar en los tribunales laborales. Apenas año después de mi despido llegamos a un arreglo económico.

No me siento contenta con la forma como terminó. Fue el mejor jefe con quien trabajé. Tan bien que nos llevamos siempre, fue el ángel que me ayudó cuando más necesitaba apoyo.

Pero quien iba a imaginar que terminaríamos de ese modo.

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