Al encuentro con el pasado
Capítulo VII
Felipe
Ridículo. Así se siente, sentado en esa mesa grasienta, sucia, con una
mancha de refresco seco formando una película pegajosa que con el paso de las
horas y aunado a mala limpieza, se ha transformado en una costra negruzca, una
mesa de taquería popular, con aroma de cebolla friéndose en aceite ya rancio de
tanto reusarlo. La gente lo miraba con sorpresa, y sabe que algunos quizá se
estén burlando de él. Lo nota en la expresión de sus rostros. Un jovencito de algunos 17 años al pasar a su
lado le susurró:
-¿Se te perdió la recepción, papi? ¿O sigues por tu cuenta la fiesta?
Antes que pueda responder, el chaval se alejó dando de carcajadas, las
miradas del resto de la gente se clavan en él. Decide ignorarlas y continuar
comiendo esa orden de tacos de trompo que le acaban de llevar. Ahí está él, con
su traje nuevo, imitación Armani, zapatos nuevos, corte de cabello, recién
afeitado y apestando cítricamente a loción CKOne.
Recuerda la emoción que lo embargó al comprar los accesorios para lucir
atractivo. Traje nuevo, zapatos a juego, también compró su loción preferida,
pues las últimas veces estuvo enzarzado en una pelea duro y zas con el
atomizador intentando que salga el brevísimo rescoldo que guarda la botella, y
para más inri, la aspersión se difuminaba en el aire; una débil lluvia, apenas
perceptible, lograba posarse en su piel. Última parada: con el peluquero, para
recortar el exceso de cabello ya crecido y aplicación del consabido tinte color
negro, pues quería, necesitaba dar su mejor imagen en ese día tan especial.
Ridículo. Por ilusionarse como un adolescente. Al final se quedó con las manos vacías...
Felipe y Ana Minerva después del despido
Frente a los dos una agente del ministerio público, pelirroja de bote, el exagerado maquillaje daba la impresión de quebrarse en la piel, notándose más alrededor de los ojos y de la boca, cual máscara agrietada que amenaza romperse en cualquier momento; el labial rojo ya se ha desteñido, quedando solo unos grumos en las comisuras de los labios. Pasada de peso, enfundada en unas prendas que apenas le permitían movilidad, con demasiados movimientos se corre el riesgo de romperse las costuras; Ana Minerva se pregunta cómo le hace para entrar en ellas. Lee el documento que tiene entre las manos y mirando de cuando en cuando con severidad a Ana Minerva.
-Señora Minerva, -la voz chillona de la mujer le crispa el vello de la
nuca a Ana Minerva- el señor Felipe la denuncia por acoso, sexual para ser más
exactos… ¿Qué tiene que decir usted a eso?
Denuncia por acoso sexual. Dios, que estupidez tan grande. Esas palabras
dichas por una mujer con voz aguda, cuerpo robusto y deplorable gusto en el
vestir sonaban cómicas, se mordió por dentro el labio inferior para evitar
reírse.
-No es verdad, nunca lo acosé. –nota los labios temblorosos, más trata
de que su voz suene tranquila- Era mi jefe en el despacho donde laboré varios
años, por lo que el trato era cordial y armonioso, un trato a tiempo completo. Un
acoso como tal nunca existió.
La Máscara Agrietada ubica un documento entre todos los que contiene el
paquete que sostiene en la mano. Lo desliza hasta quedar a la vista de Ana
Minerva. Una punzada de algún sentimiento pincha en el estómago al reconocer su
letra. Con seguridad, a esas alturas, su “famosa” carta ha sido leída por
muchos pares de ojos, personas ajenas a su vida, que ni siquiera la conocen y
ya la han juzgado y condenado. Se arrepiente de haberla escrito, siente
vergüenza al ver exhibida su intimidad.
-Esa carta la escribió usted al señor Felipe, ¿cierto?
-Yo la escribí para él, es verdad, no tengo reparo en reconocer eso.
-¿Y con cuantas cartas más lo…llamémoslo de alguna manera, lo fastidió?
– Ana Minerva siente la despectiva mirada de la mujer clavada en ella, la hace
sentir incómoda.
Ana Minerva mira a Felipe, quien con las manos entrelazadas juega con
los pulgares, evitando mirarla.
-Fue la única.
-La única, -repite la voz chillona como un eco- debe haber más, de lo
contrario el señor Felipe no hubiera levantado denuncia contra usted.
-Fui despedida por mi jefe, -voltea hacia Felipe y extiende la mano para
señalarlo- aquí presente, dos semanas después de entregar esa carta. Como se
aprecia, no tuve oportunidad de escribir otras.
Máscara Agrietada guarda silencio, recupera el expediente y procede a
escribir en el teclado de su ordenador. Para Ana Minerva, la tentación de ver a Felipe es muy
fuerte, “solo un segundito, nadie se dará cuenta” pero si lo hace, le dará la
razón a la Máscara. Mantuvo la fija vista en el movimiento de manos de la
agente Máscara. El silencio fue llenado con el melodioso sonido de las teclas
del computador. Minutos después la impresora comienza a arrojar páginas,
páginas y más páginas…
-Señora Minerva, -separó las páginas y las grapó- en vista de que acepta
haber incomodado al señor Felipe, le impondré las siguientes medidas: no
acercarse al señor Felipe, no llamarlo por teléfono, ni mensaje, chat ni nada
por el estilo. Merodear por su domicilio mucho menos. De lo contrario se verá
envuelta en un problema mayor ¿comprende? –sella las copias, luego pasa los
juegos a cada uno para recabar las firmas; les hace entrega de su
correspondiente juego.
-Así será agente. –Ana Minerva dobla cuidadosamente el documento y lo
guarda en su bolsito. Se pone de pie- ¿Puedo retirarme? –el aguijón de los
celos la lastimó al ver la mirada insinuante de Máscara clavada en Felipe.
-Eh, sí, pueden retirarse ambos. –un sonrojo llenó el rostro de Máscara.
Quizá se supo descubierta por la denunciada. Quizá no.
El cristal de la puerta le devuelve su imagen: acertó al lucir el vestido color aqua y el blazer blanco, se ve distinta. Ve que Felipe sigue sus pasos. Distrae su mirada en otras cosas. Al cruzar el estacionamiento del edificio, ve el auto de Felipe estacionado y una mujer esperando fuera, recargada sobre la puerta del piloto; solo la vio de espaldas, un cabello de amplios rizos color castaño. Por su figura, adivina que es más joven que Felipe, más joven que ellos dos. Acelera el paso, ya en la calle, camina hacia un sitio de taxis que hay a unas pocas cuadras. Regresan sobre la avenida del edificio del que acaba de salir, y por el carril derecho, un auto se empareja con el taxi. Es el auto de Felipe, y lo conduce una joven mujer. La ve sonreír, alegre, jovial. Recuerda que Felipe nunca le permitió conducir su auto, ni se ofreció a llevarla a su casa cuando por cuestiones de trabajo o convivios con el personal, Ana Minerva se quedaba tarde. Resentimiento. Deja ir a ese hombre y todo lo que tenga que ver con él de tu pensamiento y de tu vida, solo te hace daño. Es hora de regresar a su trabajo.
La gente a su alrededor, el chaval y sus burlas, la mesa sucia, el local que solo vende tacos de trompo y de bistec y refrescos de cola, era el menor de sus problemas, mejor dicho, de sus dolores.
Su mayor dolor: el corazón. Está roto, estalló horas atrás.
Continuará...
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