Errores de Juventud


El calor le impide dormir. Aún y con el aire saliente de un ventilador plástico instalado frente a su cama, nota que su piel está húmeda debido a la transpiración. Christian sabe que son los últimos días del verano. Una temperatura de 36º es la reina del ambiente, el viento en completa calma apenas se siente. A través de la ventana abierta ve un rayo iluminar el azul oscuro del cielo; no se pronostica lluvia, más la naturaleza es caprichosa y hace de las suyas cuando uno menos lo espera.
En la calle escucha risas y cuchicheos, por lo menos son 3 voces diferentes. Un grito rompe la quietud de la noche, se asoma por la ventana y ve una sombra correr a toda velocidad, otras 3 siluetas salen de la oscuridad y con risotadas celebran la hazaña de haber asustado a alguien. La “víctima” se perdió en las calles aledañas, los victimarios, por el tono de voz, parecen ser muchachos de entre 13 y 15 años.
Condenados chamacos, -son las palabras que se alojan en el pensamiento de Christian entre divertido y molesto- que andan haciendo a estas horas en la calle, si se supone que ya deben estar descansando para mañana acudir a clase…
Vuelve a su cama. Observa en la oscuridad. Recuerda. Una sonrisa se dibuja en sus labios, recuerdos de su infancia se apoderan de su memoria.

Tenía 8 años, y vivía en una casa lúgubre, antigua, pero el patio era su lugar preferido, a pesar de que hierbas silvestres crecían por doquier y el piso de tierra se volvía un pantano en época de lluvias. Los únicos árboles aprovechables eran dos limoneros que aparte de su jugoso fruto obsequiaban su sombra y frescor en el verano. El patio colindaba con la propiedad del vecino, quien era su tío, uno de los hermanos mayores de su padre. Soltero y sin hijos, Kike vivía recluido en su pequeño hogar, que era todo su mundo. En la parte propiedad de Kike, una construcción abandonada tenía el papel de bodega de trastajos. Era de madera, ya muy deteriorada por las temperaturas extremas del verano y del invierno. A Chris le encantaba pasar sus horas libres ahí, a escondidas de sus padres, que no le dejaban entrar porque decían que otro de su tíos, el dueño de esa casita, había muerto allí de tuberculosis y él podría contagiarse. Niño al fin, Chris desobedecía a sus padres. Encontraba cosillas curiosas, revistas de historietas, unas de Kaliman que le gustaron mucho y las leía una y otra vez. Libros raros, fotos. Tenía la impresión de que alguien lo vigilaba, sentía una energía extraña cada vez que visitaba ese cuartillo. El pobre tío Kike, siempre tan supersticioso, nada más encontrar un trozo de garra sucia en su patio o en la entrada de su casa, prendía veladoras a más no poder y hacía un altar con todas las imágenes de virgencitas o santos que tenía guardados, pues estaba convencido que lo estaban embrujando. Decía ver pingüinitos negros bailando como marionetas a la medianoche en la cocina de su casa, y que un perro negro montaba guardia en el umbral de la puerta de su recámara. Chris tuvo la genial idea de asustarlo por la tarde, casi al caer la noche. Patios colindantes. Una gran oportunidad de diversión macabra. Aprovechaba que sus padres paseaban al perro en la plaza del frente, y él, con el pretexto de ir al baño o de traer algún juguete, entraba a casa, cruzaba en silencio el patio ya en penumbras y con una enorme piedra, golpeaba con toda su fuerza la puerta trasera de la casa de tío Kike; arrojaba la piedra entre los hierbajos y silenciosamente como llegaba, se iba. Con carita de inocencia regresaba a donde sus padres y minutos después tío Kike aparecía pálido en busca de los papás de Chris.
Hay alguien en el patio, me acaban de golpear la puerta y tiraron una de mis macetas.
Chris, con dificultad, apenas podía contener la risa. Tres adultos jugando al investigador, que si hay huellas de pisadas, si son de tenis, no, no, son de botín industrial. Bla, bla, bla.
Un ataque de risa se apodera de Chris al recordar que repitió la historia varias veces. Nunca fue descubierto.
Ay, tío Kike, perdóname por divertirme a tu costa, fue una travesura que me salió del alma. Se me ocurrió en mis ratos de ocio…
Ese cuarto desencadenó otros recuerdos. Amargos. Crueles. La risa se fue apagando.

Continuará…

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