El rostro de Matías






Texto participante de la I Convocatoria Calabacines en el Ático.
La extensión requerida era de menos 333 palabras, aquí lo presento con la extensión real.  



Si las casas pueden tener actitud, la del nuevo lugar donde vivirá no le parece nada amigable. Aislada, con vastos árboles alrededor, da la impresión de querer perderse en medio del bosque. Lo invade una sensación extraña, de miedo o peligro quizá. Un vientecillo helado golpea su rostro al bajar del auto. Camina adelante de aquel desconocido, de expresión facial imperturbable. Gesto que no permite imaginar sus pensamientos o emociones. Ojos pequeños, color negro, redondos. Nariz chata, mejillas abundantes entre las que se pierde la prominente boca. Un tupido bigote que luce algunas canas, al igual que la cabellera, cubre el labio superior. Casa de dos plantas, aunque pequeña. Por dentro es fría y oscura. Ha sido advertido que las puertas y cortinas deberán estar siempre cerradas. Una varilla de incienso despide un penetrante olor a sándalo que le cala en la nariz. Matías imagina que es para ocultar el hedor de los humores normales del cuerpo, de la humedad y del encierro.
El recibidor consta de una salita de tres piezas, color beige, dispuesta alrededor de una chimenea que está al costado de la pared y al pie de la escalera que conduce a las habitaciones del segundo piso. Un perchero sosteniendo algunas prendas se halla en el espacio libre entre la chimenea y la puerta. Debajo del hueco de la escalera una mesilla de madera soporta un florero con rosas artificiales, en la pared hay empotrado un espejo octagonal, de orillas plateadas. Se forma un pasillito angosto entre la escalera y la pared contraria, al final de aquél una puerta metálica permite la salida al patio. El lado poniente se divide en cuatro cuartos de iguales dimensiones. La  biblioteca que el doctor usa como estudio ocupa la primera pieza. El comedor al centro con una mesa redonda de madera en tono oscuro, cuatro sillas, una vitrina al lado oriente. Una pesada cortina hecha de una tela parecida al terciopelo cubre la puerta que lleva a la tercera habitación: la cocina. Nada especial, paredes pintadas de un color amarillo ya desgastado por el paso del tiempo, en el suelo y pared alrededor de la estufa puede verse la grasa incrustada de tiempo atrás. El refrigerador, la tarja para lavar los trastos, la alacena de despensa y el compartimento donde se guarda el resto de los enseres domésticos en apariencia son nuevos. Una puerta de metal permite el paso al cuarto dedicado a las labores de lavado y aseo. La pared que colinda al patio está cubierta con una malla metálica en la parte superior, por lo que puede observarse un patio limpio y varios árboles. La escalera que da acceso al segundo nivel de la casa, está cubierta por una alfombra polvorienta y desgastada en color azul oscuro. Al inicio del pasillo está la recámara principal, seguida de un baño, una recámara para huéspedes, la recámara que ocupará Matías y una habitación vacía, más amplia que las anteriores, que siempre está cerrada con llave. El jovencito se siente incómodo en esa habitación, demasiado lujosa para alguien que tuvo solo lo necesario. Ahora, aparte de una cama nueva y un cochón blando, tiene un baño privado, un closet, un tocador con espejo, juguetes por doquier y un pequeño librero con títulos variados por si le apetece leer.
 
Antes de morir, mamita le confiesa que el doctor Victoriano Contreras es su padre. Si ella lo dice, Matías lo cree.

Sociable, rodeado la mayor parte del tiempo por amigos y compañeros de escuela, para Matías ahora vivir en una casa apartada, lúgubre y con personas desconocidas, representa un tormento. Su madre acaba de fallecer, no tiene más familiares y él apenas cuenta con 12 años. La minoría de edad es un impedimento para vivir solo.
Aprovechando la ausencia de Victoriano, sale al amplio patio con la intención de distraerse. Camina con las manos entrelazadas a la espalda, avienta de un lado a otro las piedrecillas que siente bajo sus pies. Escucha el ruido de una puerta al abrirse. Debe ser papá. Transcurren algunos minutos y nadie aparece a su encuentro. Alcanza a ver que alguien se aleja. Sobresalto. No temas, debe ser papá. Recuerda entonces que desde el día de su llegada tuvo la impresión de que alguien lo observa y lo sigue. Si no es su padre quien está en casa, ¿entonces quien es? Entra en la casa, buscándolo. Ahora una puerta se cierra. Corre escaleras arriba. Solo una puerta está cerrada: la recámara de huéspedes. Gira el picaporte. Reza. No sabe que puede encontrar. De espaldas a él, un joven parado a los pies de la cama. Pantalón negro y camisa blanca, su cabello castaño peinado con pulcritud. Gira un poco la cabeza pero sin permitir observar su rostro. Espera que Matías tome la palabra. Sorprendido, éste permanece en silencio. De momento incapaz de hablar o moverse.
-Mantente alejado de mí Matías.  
-Tú… ¿tú quien eres? –no obtuvo respuesta.- Que bueno que no estoy solo. Olvidando la advertencia de su interlocutor se acerca a éste. –Juguemos un rato- toma la mano de su compañero y lo jala hacia él. De su garganta escapa un grito y retrocede al ver aquel rostro enrojecido, lleno de ampollas, mostrando las heridas abiertas. El monstruo avanza hacia Matías. Cada paso que Matías retrocede, es uno que el monstruo avanza.
-Creo que ya entiendes por que las cortinas y las puertas siempre están cerradas Matías. Nadie debe verme. 
El monstruo está tan cerca de Matías, que éste siente la respiración del aquél sobre su cara. Sale de la habitación, gritando. El miedo a su máxima expresión. Baja corriendo la escalera, Victoriano lo detiene e intenta tranquilizarlo, a la vez que mira a la personita que lo observa desde la habitación. Segundos después, aquella desaparece. Ha llegado el momento.
En la cocina, Victoriano le ofrece a Matías un vaso con agua y éste comienza a tranquilizarse. Abraza a su padre hasta quedar dormido.

El bisturí penetra sin dificultad hasta la capa más profunda de la piel. Victoriano sonríe satisfecho al implantar con éxito el rostro perfecto de Matías en su hijo predilecto. Cansado, se retira a dormir. Los chicos están sedados.

Matías comienza a recuperar la consciencia. Una sensación entre dolor y ardor está en el dorso de su mano izquierda. Se da cuenta que un catéter está conectado a su vena por medio de una aguja.
¿Por qué estoy vendado del rostro? 
Victima del pánico, arranca la aguja de su mano. Aun mareado por la anestesia se levanta. Busca el baño. Un espejo, que encuentre un espejo. Al lado de la camilla descansa otra persona que al igual que él tiene una aguja en la vena y vendajes en el rostro. Un oscuro pensamiento asalta su razón. Frente a las camillas una mesa metálica contiene instrumentos que no conoce y ni tiene idea de para que o como se utilizan. Unas tijeras son su objetivo y algo parecido a una navaja pequeñísima. Una rendija de luz a la izquierda del instrumental llama su atención. Una puerta entreabierta conduce a un discreto cuarto que parece ser un baño; encuentra el espejo. Le tiembla el pulso al intentar cortar las vendas. Evita mirarse. Lanza un gemido: el contacto del metal con la piel le produce una extraña sensación, dolorosa.    
¿Qué me pasó en el rostro?
Se quita la última venda, aún no se atreve a mirarse al espejo. Miedo. Ansiedad. Alza la mirada Matías. Mírate.
El espejo le devuelve una imagen que no reconoce como suya. Es una calavera con vida la que mira por sus ojos. La ira se convierte en su ama. Ella dicta las órdenes; él como su esclavo, obedece.
 
Mayúscula sorpresa aguarda a Victoriano en el quirófano: una camilla vacía, vendas rotas, trozos de piel, rastros de sangre en el piso. En la otra, un cuerpo cubierto hasta la cabeza. Una alarma se enciende en su interior.
Matías… Mi hijo.
Corre hacia la camilla. Un grito, mitad humano, mitad animal, rompe el silencio. Nota un tajo de lado a lado en el cuello del jovencito. El recién implantado rostro le fue arrancado con brutalidad. Aún quedan pedazos de piel y tejido adheridos al hueso. Un bisturí ensangrentado al lado de un charco de sangre. Junto a la puerta, una bata empapada del espeso y oscuro líquido, queda como evidencia de una apresurada huída.



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