La ciudad bajo la ciudad
MIS ESTIMADOS SEGUIDORES, AQUI LES PRESENTO ESTE CUENTILLO DE FANTASÍA, ESPERANDO QUE LES GUSTE Y NO SE OLVIDEN DE HACERME LLEGAR SUS CRÍTICAS Y COMENTARIOS AL MISMO. ES EL PRODUCTO DEL TIEMPO QUE PASE SIN ENVIARLES UNA LETRA.
SALU2.
La
destartalada camioneta pick up avanzó a gran velocidad haciendo caso omiso del
roto y oxidado alambre de púas que marcaba los límites de propiedad. Detuvo su
marcha hasta llegar al fondo de ese lote baldío. Aquel lugar era perfecto para
estacionarse: los arbustos crecidos, el escombro, el grafiti en las carcomidas
paredes y la basura arrojada solo Dios sabe desde hace cuanto tiempo, ayudaban
al camuflaje de aquella chatarra rodante. Quien
la viera pensaría que se trataba de una parte integrante de aquella
lastimosa y sucia escenografía mundana, de las tantas que existen en la gran
ciudad.
El
conductor se bajó dando un fuerte portazo, que con un poco de imaginación
caricaturesca, habría hecho caer la cabina y la caja trasera dejando solo el
piso y las llantas del vehículo. Sus otros dos acompañantes hicieron lo mismo.
Al parecer, Layo imaginó el cuadro de la camioneta desmoronándose, ya que dejó
escapar una carcajada y dio un puntapié a la llanta delantera del vehículo. Luego
de lanzar escupitajos porque el fuerte hedor a orina les hizo arder la
garganta, acomodarse las gafas oscuras pues a pesar de ser apenas las 8 de la
mañana la luz del sol ya lastimaba la vista, tomaron de la caja de la camioneta
las herramientas que necesitaban para llevar a cabo su tarea: palas, picos,
azadones, martillos, cinceles, cubetas de plástico, cascos protectores, lentes
de seguridad, dos escaleras: una de madera y la otra metálica, linternas,
además de algunas viandas con comida y agua purificada.
La
jornada amenazaba con ser larga.
Los
tres hombres caminaron con paso lento debido al peso de la carga. Hilario,
mejor conocido como “Layo” y dueño de la chatarra rodante, era quien dirigía a
los otros dos malandrines, que lo mismo se dedicaban a estafar a ingenuos
parroquianos como huían sin pagar la cuenta de las cantinas de mala muerte a
donde iban a “socializar”. Layo era un tipo alrededor de unos 38 años, delgado
y jorobado, cualidades con las que se hizo acreedor a que los chicos de su
barrio le apodaran “El Quasimodo”, cosa que en lugar de molestarle le
ocasionaba risa, estatura mediana, tez morena, cabello oscuro, ojos grandes,
nariz aguileña y una amplia sonrisa que dejaba ver unos dientes amarillentos a
causa de tanto fumar. Su persona no era del agrado de sus vecinos porque
acostumbraba a tomar las pertenencias ajenas sin permiso (eso explicaba el poco
o nulo respeto que mostró al irrumpir de
modo violento en un baldío ajeno y cercado), además de fumar hierba prohibida y
exhibirse desnudo en el patio trasero de su vivienda.
El
segundo hombre, Sebastián, o Basty, era aproximadamente de la edad de Layo,
regordete, mal encarado, caminaba como pidiéndole permiso a la grasa acumulada
en su barriga y en su cintura para mover los pies, conocido por ser un tipo
rudo que armaba líos por la más mínima tontería y con una facilidad estupenda
para acabar rodando por el suelo repartiendo golpes a diestra y sin diestra a
quien tuviese la valentía de no consentir sus arranques de “mi palabra es la
ley”.
Oscar,
el más joven de los tres, apenas iniciaba la fabulosa veintena pero ya tenía un
envidiable prontuario criminal. Estatura media, regordete, pero al contrario de
Basty, sus pasos eran largos y firmes, su rasgo distintivo era vestir
pantalones cortos de mezclilla, camisetas de algodón en talla extra grande y
tenis de lona sin calcetines.
El
común denominador entre los tres individuos, aparte de vivir en la misma manzana,
era que sus familiares y vecinos sabían que trabajaban, pero ignoraban en que o
en donde.
La
gente vería a tres albañiles yendo a sus labores, la maravilla del siglo XXI,
en una ajetreada metrópoli como lo es la gran ciudad de Monterrey, era que las
personas ya no se entrometían en asuntos ajenos, pues vivían ensimismados en su
mundo, estresados, cansados. Divididos entre el trabajo, realizar las compras y
llevar a los niños a la escuela y estar al pendiente de sus tareas y
actividades, no se daban cuenta de lo que ocurría a su alrededor. “Eso ya es
una gran ventaja” pensaba Layo.
Abandonaron
el “estacionamiento” y caminaron por la acera rumbo al sur, doblaron la esquina
al oriente y continuaron su andar hasta que localizaron su objetivo: la finca
marcada con el número 1504. Al igual que el resto de las construcciones de esa
manzana así como de las manzanas vecinas, eran casas antiguas, abandonadas por
sus propietarios, reducidas ahora a ruinas.
La
verja de hierro que protegía la casa estaba demasiado deteriorada por la falta
de mantenimiento y las inclemencias del clima también efectuaron su labor; por
lo que fue fácil desprenderla de las bisagras y listo. Acceso permitido.
A
Layo comenzó a latirle el corazón con fuerza. Con cada paso que daba se
acercaba más la oportunidad para hacerse con el ansiado tesoro del que oyó
hablar a su padre desde que era un niño. Había fantasmas, por decirlo de alguna
manera, que por medio de sonidos o voces indicaban los lugares donde era
probable que se encontrara. Aquella casa le perteneció por herencia a su tío
paterno, Aarón Martínez, y a la muerte de éste sus hijas intentaron heredarlo.
Sin embargo el padre de Layo, Arcadio, con ayuda de un experto criminal con
licencia que ostentaba el título de abogado (manchando de esta manera el buen
trabajo del resto de los mencionado profesionistas) urdió un engaño para que
Aarón firmara bajo extrañas circunstancias los títulos de propiedad. De esta
manera sus tres hijas quedaron en estado de indefensión y nunca pudieron ser
declaradas legalmente herederas de la propiedad.
Llegó
un momento en que las hermanas, cansadas de invertir dinero en un techo que
jamás sería suyo, decidieron dejar de engordar la alcancía de impuestos, cada
una se retiró a vivir en rumbos diferentes de la ciudad, dejando a aquella
casona abandonada a su suerte.
Continuará...

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